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Al cumplir 80 años

UNIVERSIDAD DE CHILE DISTINGUE CON MEDALLA RECTORAL

AL ESCRITOR ANTONIO SKARMETA.

En una concurrida ceremonia virtual, presidida por el Rector de la Universidad de Chile, Ennio Vivaldi y la Vicerrectora de Extensión y Comunicaciones, Faride Zerán; se realizó un homenaje al Premio Nacional de Literatura Antonio Skármeta, egresado de Filosofía y ex docente de esa Casa de Estudios, quién ha desarrollado una reconocida trayectoria en el ámbito académico, cultural y literario.

Durante el homenaje Skármeta, recibió saludos de escritores y artistas de América y Europa como Jean Manuel Serrat, Daniel Divinsky y María Grazia Cuccinota, además, de chilenos residentes en el exterior como Isabel Allende y Ariel Dorfman. El análisis de su obra y su trayectoria fue comentado por Adriana Valdés, directora de la Academia Chilena de la Lengua, el escritor Carlos Franz y el académico Grínor Rojo, medalla Juvenal Hernández 2020 de la Universidad, cuyo texto transcribimos a continuación.

Skármeta: álbum de fotografías

La primera de estas fotografías es de mediados de los años cincuenta del siglo pasado. Fue tomada en alguno de los corredores del viejo Instituto Nacional y en ella el foco recae sobre un muchacho de cuarto o quinto de humanidades, llegado hace un par de años de la Argentina, y que llama la atención de sus condiscípulos porque es muy alto, muy flaco, y por tener un pelo abundante y largo que le cubre buena parte de la cara. Se llama Skarmeta (aún no ha reivindicado el acento sobre la primera “a”) y entre los estudiantes del Instituto se rumorea que es chileno, nieto de inmigrantes yugoeslavos e hijo de un padre aventurero. Fue ese padre quien lo llevó a vivir en la Argentina, durante dos  o tres años, y por eso no dice “máximo” sino “másimo”.  No tiene muchos amigos todavía, pero los tendrá pronto, sobre todo entre los que forman la tertulia que se junta todas las mañanas a fumar en la esquina de Arturo Prat con la Alameda. Ahí es donde también paran, quince o diez minutos antes de entrar a sus clases, Raúl Sotomayor (Sotelo será más tarde su nombre de pintor), Dito Vargas, Sam Carvajal, Jaime Escobedo, Mariano Aguirre, Manuel Silva Acevedo, Carlos Cerda, Augusto Carmona y quien estuvo a cargo de la cámara para sacar esta foto. Skarmeta es un joven misterioso, que cuida su intimidad con celo. Pero eso no le impide participar en la Academia de Letras del Instituto, de la que llegará a ser presidente en 1957, y en la Academia Dramática, donde dirigido por Julio Durán Cerda, será primer actor en varias producciones.

La segunda fotografía es de 1963 y fue tomada en el departamento de la familia Skarmeta, ubicado en la calle San Isidro de Santiago centro. Antonio y Dito Vargas habían viajado recientemente a Estados Unidos, un país por cuya cultura –por cuyos libros, por cuya música y por esa espontaneidad sana y buena que alguna vez tuvo su gente y que hoy echamos tanto de menos–, ambos se sentían fascinados. Skarmeta era un lector apasionado de Scott Fitzgerald, de Mailer, de  Salinger, de Kerouac y, especialmente, de Saroyan, de este último entre otras razones porque se identificaba con su condición de vocero de los inmigrantes armenios en Estados Unidos. Dito, por su parte, compartía esas preferencias, a las que agregaba una pasión sin reservas por el rudo Hemingway. El caso es que, de vuelta en Chile, Skarmeta escribe un cuento que se titula “La Cenicienta de San Francisco” y yo, no sé cómo ni por qué, estoy presente en su cuarto cuando él ha acabado recién de ponerle punto final al manuscrito. Me lo pasa, lo leo y recuerdo haberle dicho que era el mejor cuento que se había escrito en Chile. Poco después, el jurado de un concurso organizado por la CRAV (Compañía Refinería de Azúcar de Viña del Mar) no estuvo de acuerdo conmigo y le dieron al cuento un mezquino segundo premio. No les voy a decir a quién le dieron el primero, porque en esto de los premios literarios nunca hay nada seguro, pero sí les digo que sigo convencido de que “La Cenicienta de San Francisco” es uno de los muy buenos cuentos que se han escrito en nuestro país. 

Tercera fotografía: esta vez, en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, el de la calle Macul, donde Skarmeta (aún sin acento) es un aplicado estudiante de filosofía, al que le otorgarán el premio Pedro León Loyola al final de sus estudios por haber sido el mejor protofilósofo de su promoción. Discípulo entusiasta del mítico Paco Soler y devoto, como su maestro, de los textos de Ortega y de Heidegger. Tan bueno era, que en algún momento lo pusieron a cargo de las clases de gnoseología. Pero no es por eso por lo que aquí me interesa más, sino por la foto que entonces le saqué y que fue una que lo sorprende en su quehacer de director teatral del CADIP (Centro de Arte Dramático del Instituto Pedagógico). Tenía entonces Skarmeta veintidós o veintitrés años y era a la sazón un profilósofo, un protoescritor y un protodirector teatral. Montó varias piezas en este último papel, una de las cuales obtuvo premios numerosos e incluso cumplió, cosa muy notable tratándose de un conjunto estudiantil, una temporada exitosa en el Teatro la Comedia. La pieza en cuestión era a La dama duende, de Calderón de la Barca, y en ella actuaban las actrices Carmen Julia Sienna, Cecilia Boissier y Valentina Vega, y los actores Manuel Silva Acevedo, Carlos Cerda y Sam Carvajal, entre otros.

Cuarta fotografía: esta la tomé en Buenos Aires en 1974, en los comienzos del exilio. Aparecemos en ella varios de los que veinte años antes se reunían en la esquina de Arturo Prat con la Alameda, pero también muchos otros: Ariel Dorfman fugazmente, Patricia Israel, Carmen Herz, Perico Gana, José Leandro Urbina, Carmen Correa, en fin. A mí me habían dado una beca los alemanes de la Fundación Friedrich Ebert para realizar no sé que improbable proyecto crítico literario y con ella estábamos sobreviviendo mi mujer, Valentina, mis dos hijos y yo, en un pequeño departamento en el corazón de la ciudad, en la esquina de la avenida Santa Fe con la calle Salguero, lo que nos convertía en algo así como el epicentro del exilio chileno. El departamento tenía dos dormitorios, pero por las mañanas, cuando nos levantábamos, no era raro encontrar durmiendo en el pasillo a media docena de exiliados. Skármeta (que a estas alturas ha reivindicado ya el acento sobre la “a” junto con dejarse crecer un tremendo y revolucionario bigote) no era uno de nuestros huéspedes de emergencia, debo reconocerlo, pero sí era uno de nuestros visitantes habituales, con su mujer de entonces, la pintora Cecilia Boissier, y sus dos hijos. Tal vez con más sabiduría que nosotros, ellos habían optado por no vivir en la ciudad capital, sino en las afueras, en un pueblo que no me acuerdo cómo se llamaba y al que se llegaba usando el tren. A esas alturas, Skármeta, que tenía  treinta y cuatro años y un corpachón, había publicado ya cuatro libros de cuentos, El entusiasmo (1967), Desnudo en el tejado (1969), El ciclista del San Cristóbal (1973) y Tiro Libre (1973), y estaba escribiendo un novela ambientada en el Chile de la Unidad Popular, Soñé que la nieve ardía, que apareció finalmente en Barcelona en 1975. Por Desnudo en el tejado, le dieron el Premio Casa de Las Américas en 1969 (se lo volverían a dar en 2003, por La chica del trombón).

Quinta fotografía: esta la tomé en Berlín, en 1984. Skármeta, que había abandonado Buenos Aires con su familia y se había ido a vivir su exilio en Alemania, reside ahora en Berlín, pero se ha divorciado y vive en compañía de sus nueva pareja y sus padres, don Antonio y la señora Magdalena, en un departamento antiguo y hermoso, de los que se salvaron de los estropicios de la guerra y que le ha prestado su amigo el cineasta Peter Lilienthal. Tiene ya algo más de cuarenta años y ha empezado a engordar y a perder pelo. El cine es lo que parece interesarle prioritariamente durante esta etapa. Está filmando su segunda película, Despedida en Berlín, que se incluye dentro de una de las dos líneas importantes de su trabajo creativo durante la década del ochenta, porque se ocupa de las vidas de los chilenos del exilio. “Estábamos convencidos que manteniendo la lealtad con nuestra historia y nuestros ideales, un día lograríamos el regreso en libertad a nuestros países”, ha declarado, y en eso precisamente consiste esa película. No tiene mucha plata para filmarla, eso es cierto, por lo que se aprovecha desaprensivamente de sus amigos: el actor principal de Despedida en Berlín es otro mito, el descomunal Ernesto Malbrán, quien ha viajado desde su exilio en Noruega para convertirse en primer actor. Yo mismo aparezco por ahí, en alguna escena, gritando y aporreando cacerolas en un balcón. Pero la fotografía que quiero mostrarles a ustedes no es esa. Es una de Skármeta en el bello departamento de Lilienthal, con su joven pareja, Nora Preperski, en un plan afanoso de conocimiento, encerrados los dos en el dormitorio y de donde emergían a la superficie sólo a de vez en cuando para cruzar hacia la cocina en busca de comida y bebida. Ha publicado a esas alturas No pasó nada (1980) y La insurrección (1982). Pero tiene ya el perfil de la historia de Ardiente paciencia, su homenaje a Pablo Neruda, la que como novela aparecerá en 1985, pero no sin haber conocido previamente otros formatos, entre ellos el de una película del propio Skármeta, con ese mismo título, Ardiente paciencia, de 1983, en la que Roberto Parada hace el papel de Neruda y el cuervo Castro el del cartero. Otra película posterior, basada en este mismo material y que ustedes deben conocer, Il postino, pertenece al británico Michael Redford y es de 1994.

Sexta fotografía: estamos a principios de los 2000, no recuerdo el año exacto. Antonio Skármeta es a estas alturas una figura de prestigio internacional. No sólo en el ámbito de la cultura docta, sino también en el de la cultura popular, esto segundo debido a sus trabajo en el “Show de los Libros”, un programa televisivo que se transmitió en los noventa primero en Chile y después en toda Latinoamérica. Y el presidente Ricardo Lagos ha tenido el buen ojo de designarlo embajador de Chile en Alemania, y a la linda Preperski la embajadora. La foto que ahora les muestro la tomé en una recepción en la embajada, creo que a propósito de una visita de nuestro presidente a ese país. Quien brilla ahí, por sobre todos y todas, es la embajadora. Perfecta anfitriona de personas importantes y de otras que no lo son tanto, como es el caso de quien tomó esta foto. Su esposo, el distinguidísimo embajador y escritor chileno Antonio Skármeta Vranicic, ha publicado en 2001 La chica del trombón, la segunda novela dentro de una trilogía autobiográfica o semiautobiográfica y cuyo mejor momento ocurre cuando la muchacha, que es la protagonista y narradora, llega a la adolescencia y se encuentra ahí (y nos reencuentra a nosotros) con el viejo mundo del joven Skármeta, el de sus cuentos magistrales de los sesenta y los setenta.  A La chica… la había precedido La boda del poeta, de 1999, y la sucedió El baile de la victoria, de 2003. Una novela posterior memorable es Los días del arcoíris, de 2011, acreedora del Premio Planeta de ese mismo año.

Tengo en el cajón de mi escritorio otras fotografías que podría mostrarles, no menos significativas, algunas de estos últimos años, como las del Hipódromo Chile, en las que aparece consistentemente Douglas Hübner, pero no quiero aburrirlos y me limito a una séptima y última, tomada hace unos pocos días en la casa de los Skármeta, en la calle Cardenal Newman de la comuna de Las Condes. Las reglas sanitarias de la pandemia no permiten más de cinco invitados a reuniones de esta clase, como ustedes saben. Y ahí estamos, los dueños de casa, Antonio y Nora, y los invitados, Dito Vargas y Eugenia su mujer, Valentina y yo. Caemos en la cuenta de que hemos sido amigos desde hace más de sesenta años y, con la excepción de Nora, que por supuesto que es una joven eterna, los demás estamos harto viejos y hablamos por eso… de cosas de viejos, de nuestros amigos y conocidos comunes, de los que se nos fueron y de los que aún están en esta tierra, de los grandes proyectos que tuvimos, de lo mucho bueno que hicimos y de lo más que podríamos hacer si es que la Parca nos deja.       

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