Recipiente – por Aníbal Ricci
«Eliminar recipiente», se despliega en la pantalla y un dedo índice pulsa enter.
Abre el cajón del escritorio, extrae una Luger, introduce el cañón en su boca y se vuela los sesos. Siempre la mantuvo a salvo. Los oficiales del campo de concentración ni siquiera eran capaces de mirarla a los ojos. Abusó de ella a partir de los doce años. Era judía pero no le importó. De mirada lánguida, su expresión carecía de culpa, le informaba los planes urdidos por los reclusos. Se diría que los marcaba y luego el coronel los torturaba hasta que sus ojos quedaban inmóviles.
«Eliminar recipiente», se despliega en la pantalla y un dedo índice pulsa enter.
Cuando nació sus enormes ojos parecieron interrogarlo. Su mirada parecía adulta, como si pidiera explicaciones. La mudaba y acariciaba sus finos cabellos. Él era profesor y le enseñó a escribir sus primeras palabras. Tenía ocho años y dormía con sus padres. La mujer fue al supermercado a comprar alimentos para el almuerzo. El día estaba radiante. Los ojos de la niña le parecieron inexpresivos. Introdujo los dedos en su calzón. La mirada se tornó gris, abrió la ventana y se arrojó del octavo piso.
«Eliminar recipiente», se despliega en la pantalla y un dedo índice pulsa enter.
La madre sale a trabajar como todos los días. El hijo queda al cuidado de la nana. Llama por teléfono desde la oficina y le cuenta que no se ha despertado. Le menciona que llora mucho por las noches. Le introduce un cucharón de madera por el ano y el bebé estalla en llanto. Observa los móviles de la pieza. Nadie la vigila y arremete otra vez. Cinco años más tarde el niño saluda a su nana. Le enseña las tablas de multiplicar y cuando el niño equivoca la respuesta lo golpea violentamente. Cumple ocho y le dice a su madre que la nana le hace comer su propio vómito. La madre no le cree y transcurren otros diez años con la misma empleada. Al niño lo molestan en el colegio, lo intimidan en los recreos, roba el revólver de la caja fuerte y se pega un tiro en el camarín del gimnasio.
«Eliminar recipiente», se despliega en la pantalla y un dedo índice pulsa enter.
La madre intuye, hurga en el pasado y comprende. Toma el revólver y se quita la vida. La nana era hija de una mujer que atendía mesas en un restorán chino. Uno de los cocineros le enseñó a hacer wantanes desde pequeña. Lo acompañaba a la bodega en busca de alimentos. Él se bajó los pantalones y le dijo que le chupara el tilín. Creyó que era un juego. Tenía nueve años y sagradamente la violaba, día tras día. Intuía que algo no andaba bien hasta que un día, sin previo aviso, dejó de acosarla. Adolescente comenzó a trabajar en una casa. Hacía el aseo y no le molestaba ser parte de la servidumbre. Se independizó y comenzó a vivir sola. Nunca fue amiga de su madre. Sus patrones tuvieron un hijo y, a partir de cierto día, reconoció una mirada de indefensión en los ojos del niño. La mirada se tornó gris y sintió que volvía a ser una niña. Podía hacer lo que quisiera y nadie se lo impediría.
A diario se despliega el mensaje en la pantalla, pero no siempre se atreve a pulsar el botón. Piensa que otorga nuevas oportunidades. Nunca entendió el significado de esas dos simples palabras. Eliminar el recipiente es simplemente una opción. Si el recipiente se contamina será muy difícil moldearlo de nuevo.
Muchas veces tuvo que decidir si apretar o no la tecla. Lo hacía y de inmediato volcaba la vista en otra de las múltiples pantallas de la habitación. Cientos de ellas titilaban día tras noche. Salía a almorzar al comedor común al que acudían otros habitantes iguales a él que surgían de las otras puertas del complejo. Nunca hablaban de trabajo. Simplemente terminaban de almorzar y las pantallas los iban insensibilizando. Los torturadores empleaban su imaginación. A principio introducían objetos, luego roedores, aplicaban corriente en la sien, luego en los genitales, las uñas, los dientes, las partes del cuerpo eran instrumentos para causar dolor, dejaban pasar el tiempo, atemorizaban a sus víctimas con el silencio de la espera, volvían a la carga, algunos torturadores establecían un sistema y según el comportamiento del prisionero era la tortura a que lo sometían. Los voltios escondían infinitas posibilidades. Los observadores (denominados «civiles») se horrorizaban, pero luego querían indagar más y eufemísticamente llamaban «oportunidad» a hacer la vista gorda. Con el tiempo iban escalando su tolerancia a las imágenes y luego de sesenta años de servicio su mente dejaba de ser útil para el proceso. Simplemente sus ojos se volvían grises, justo cuando una entidad de otro universo eliminaba al recipiente antes de cumplir los sesenta años. Eran entidades evolucionadas. No descartaban especímenes al incurrir en un simple error. Existían inmersos en una única dimensión: el tiempo era un espacio sin limitaciones de pasado, presente o futuro. Conocían todos los eventos y su única misión era transmitir lo aprendido para permitir que los seres corporales evolucionaran y lograran procrear al recipiente perfecto, aquel que sería fecundado sólo por vibraciones armónicas y que jamás se desviaría del único mensaje: transmitir lo aprendido, evolucionar y vaciarse en un nuevo recipiente.