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TESTIMONIO PERSONAL / Hernán Loyola

 Fui una de las ocho personas que con Matilde

velamos a Neruda en el salón de La Chascona la noche del 24 al 25

de septiembre de 1973. La casa había sido vandálicamente ultrajada.

No habían robado nada. Hubo solo la voluntad de destruir. Ventanas

rotas, un gran reloj de pie destripado, cuadros pasados a cuchillo,

tantos objetos y curiosidades por el suelo o botados al canal, no

había una taza, un vaso para tomar agua, ni camas, los colchones

habían sido vaciados. Tampoco había luz, por eso fue un velorio

con velas, como un auténtico y pobre velorio del sur. Envueltos en

frazadas pasamos aquella fría noche en torno al cadáver de Pablo.

Aparte Matilde, en aquel velorio estuvimos Laurita Reyes, Elena

Nascimento, Aída Figueroa, Enriqueta de Quintana, Juanita Flores,

una pareja de parientes de Matilde cuyos nombres no recuerdo,

y yo. Nadie más. A las nueve de la mañana, la tristeza de sacar el cadáver del

poeta atravesando el agua que inundaba la entrada y la planta baja.

Cuando logramos sacar el ataúd, afuera, en la calle Chucre Manzur,

se había reunido un grupo de personas con las que partió el cortejo

hacia el cementerio.

Yo quedé rezagado para el cierre de la casa, y en Avenida La Paz

me incorporé al cortejo, que había crecido mucho, en un sector de

profesores, escritores y artistas varios. Confieso el temor que me invadió

al sentir que a mi alrededor la gente iba cantando o entonan-

do La Internacional, puño en alto casi todos, incluso algunos que

nunca pensaron ser comunistas, escritores o amigos o admiradores

de Pablo, o gente simple: tal vez juzgaron que no había otro modo

mejor de expresar lo que sentían. A ambos lados del cortejo, hileras

de soldados con fusiles o metralletas en ristre.

El gran vozarrón de Francisco Coloane escandía regularmente un

«¡Compañero Pablo Neruda!» al que respondíamos «¡Presente, ahora

y siempre!», pero de pronto la invocación cambió a «¡Compañero

Víctor Jara!», y a todos se nos quebró la voz porque era la primera vez

que se nombraba a Víctor en público, lo que equivalía a denunciar

un asesinato hasta entonces ignorado por los diarios y demás medios

de comunicación: «¡Presente, ahora y siempre!», contestamos lo mejor

que pudimos. Poco después se produjo un silencio y enseguida,

como tomando aliento, el vozarrón de Pancho con todas sus fuerzas

y marcando las palabras: «¡Compañero… Salvador… Allende!».

Ahí nuestra respuesta fue una especie de aullido ronco, quebrado,

distorsionado por la emoción y por el terror y también por

las ganas de que se oyera en todo el mundo: «¡Presente… ahora y

siempre!» Yo iba al borde del cortejo. Cerré los ojos, esperando la

ráfaga del soldado a menos de dos metros, nunca como entonces

creí llegada mi hora. Por muchísimo menos de lo que acabábamos

de hacer había gente asesinada, desaparecida, encarcelada, torturada.

Tal vez la presencia de muchos periodistas extranjeros nos salvó.

Lo curioso es que ahí se nos pasó el miedo a todos, porque ahí ya no

había más que hacer, habíamos pasado el límite, y así, cantando a

voz en cuello, todos en lágrimas, entramos al Cementerio General.

Esa fue la última batalla del poeta comunista. Fue la primera

manifestación pública contra la dictadura. La única vez que en muchos

años se gritó a toda voz, y con soldados en torno, el nombre

del presidente Allende. Fue la batalla póstuma de Neruda y, como

la legendaria del Cid Campeador, la ganó.

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