Escritor del MesNoticias

Textos de José Miguel Varas escritos en su época escolar (1946) y crónica publicada en Rocinante (1999), seleccionados por su hija Cristina Varas Largo.

Miedo

Si yo hubiera sido caballo, habría sido terriblemente espantadizo. Me habría asustado de las piedras blancas que colocan con ese objeto a la orilla de los caminos, de las tranqueras abiertas y de las carretas con bueyes.

Tuve miedos intensos y repentinos casi desde que nací. Ignoro la causa. Quizás soy mucho más animal de lo que mi aspecto revela.

El tiempo no ha disminuido este defecto. La única diferencia es que ahora son temores más elaborados y más duraderos. Siguen careciendo de causa racional, a pesar de que me he acostumbrado a inventar una después, para justificarme.

Ayer, una mariposa nocturna me golpeó la cara mientras leía solo en mi dormitorio. Me asusté tanto, que corrí como loco a la pieza vecina donde había gente. Más tarde pensé que la lectura de don José María de Pereda me había puesto nervioso, pero no lo creo probable.

Una noche desperté repentinamente con un miedo espantoso. Desde mi cama podía ver el patio a través de los vidrios de la puerta y el muro divisorio con su peinado de musgo. Hacía un calor pegajoso y sofocante.

Pensé en los espíritus que habitan los trajes colgados en los roperos. Son duendes ágiles y nerviosos que juegan al “hachita y cuarta” con bolas de naftalina, que practican el trapecio en los ganchos para colgar la ropa y que salen a pasear por el cordón de la ampolleta a la misma hora en que los botones adquieren aspecto de ojos y los zapatos de goma se disfrazan de baratas.

Intenté calmarme. Di dos o tres vueltas en la cama y ya cerraba los ojos cuando oí claramente que la puerta de calle se abría con espantoso sigilo y luego se cerraba otra vez. ¡Alguien había entrado!

Escuché con los oídos más abiertos: nada. Empecé a transpirar.

“Lo” que había entrado se mantenía, al parecer, completamente inmóvil.

Me pareció oír un pequeño ruido en la pieza vecina, que era el escritorio.

Hasta ese momento el miedo me había tenido paralizado. Ahora empecé a pensar. Tenía que ir a avisarle a mi papá. Escuché nuevamente. Silencio.

En un arranque de valor eché a un lado la ropa de cama y caminé con infinitas precauciones. Crucé el patio y llegué al dormitorio grande. Advertí que la cama de mi papá estaba deshecha y vacía. Mi mamá dormía tranquilamente.

Entonces recordé la conversación de la hora de comida y lo comprendí todo: mi papá, que tenía que salir de viaje, había partido temprano a la estación, y al salir había hecho el ruido que tanta alarma me produjera.

Detuve, con un prodigioso esfuerzo de voluntad, un estornudo en potencia que me cosquilleaba las narices y volví silenciosamente a mi pieza. Debo confesar que, de todos modos, no me atreví a echar una mirada al escritorio.

(1946)

Casa vacía

Cuando toda la gente de mi casa sale y me quedo solo, pienso siempre, vagamente, en hacer grandes cosas. Siento una sensación de libertad y camino de un lado a otro abriendo y cerrando puertas con violencia, haciendo gestos delante de los espejos y saltando con actitud de guardavallas cada vez que paso debajo de una ampolleta.

Luego me calmo y me pongo a pensar qué voy a hacer.

Después de dejar la puerta de calle abierta, me escondo detrás del paragüero a ver si entra alguien, para asustarlo. No sé si la gente conoce la treta o si el aspecto de mi casa es poco invitador: nunca ha entrado nadie. Pasado un rato, me aburro y cierro la puerta.

Corro entonces sorteando enemigos con una pelota imaginaria pegada a los pies y marco un gol espectacular contra la red del gallinero. Hay una terrible protesta cacareada y eso me da otra idea. Por centésima vez intento hipnotizar a una gallina. Como de costumbre, no lo consigo. (¿Por qué será que a mi primo no le falla nunca?)

Camino lentamente y entro al baño. Me siento en el borde de la tina y contemplo el suelo hasta marearme. Las baldosas del baño de mi casa son un disfraz de Arlequín fosilizado. Abro el botiquín y contemplo un rato las cajas y los frascos. Me dedico a la química. Los polvos dentífricos no reaccionan con el agua oxigenada, ni con el alcohol, ni con la leche de magnesia. Me atrevería a decir que no reaccionan con nada si no fuera porque todavía no he probado el perfume que guarda mi mamá en el cajón de arriba de la cómoda.

Me voy enseguida a la pieza de mis hermanas y me pongo a registrar los cajones para ver si encuentro “algo”. No tienen más que trapos, papeles, lápices de colores y montones de cajas (todas vacías). Le saco los puntos a un tejido amarillo que hay sobre la cama y leo el horario de mi hermana mayor, que está clavado sobre la pared en una cartulina verdosa.

De pronto vuelvo la cabeza hacia el patio y veo un gato negro, macilento y despeinado, que me mira con una cara de asombro casi tan intenso como el mío. Lo persigo por toda la casa y lo veo trepar por el parrón con agilidad maravillosa, dejándome en el ojo izquierdo una mugrecita que mi dolor agiganta por momentos.

Convencido de haber agotado las posibilidades de la casa, salgo a la calle y me voy caminando gimnásticamente, tratando de no pisar las líneas que dividen los pastelones de concreto de la vereda…

(1946)

La Cuesta de la Paciencia

En 1987, Juan Carlos Folla, un antropólogo francés de origen español, organizó una expedición para seguir la ruta legendaria de los arrieros atacameños que varios siglos antes de Colón llevaban caravanas de llamas desde el litoral de Antofagasta, a través de la puna salada, hasta los territorios que hoy se llaman Argentina, Bolivia y Perú. El proyecto era ambicioso. Se trataba de reconstruir aquella ruta de la “arriería”, viajando a lomo de mula desde San Pedro de Atacama hasta Salta, en Argentina. Un viaje de cincuenta días por lo menos.

La expedición se componía de seis personas: el antropólogo ya nombrado, un arriero de la región, dos arqueólogas chilenas y un matrimonio de arqueólogos canadienses.

Una de las arqueólogas chilenas –la llamaremos Liliana– pensó desde el primer momento que iban a tener problemas con la pareja canadiense. Él (lo llamaremos Pierre) se apartaba demasiado de la norma. Era un hombre blanco, rubio, con cutis de guagua, que apenas exhibía una sombra de pelusa rubia después de las siete de la tarde. Llevaba un aro en la oreja izquierda, anillos, una cadena “tosca” al cuello y vestía de pies a cabeza una tenida de cuero negro llegada directamente de Nueva York. Todas sus posesiones eran caras: una pipa de ébano, botas en cuero de víbora, un reloj pulsera con la hora astronómica, tabletas para desinfectar el agua, fósforos que se encienden bajo el agua…

Su mujer, la llamaremos Chantal, era angelical y preciosa. Prestaba permanente atención a su físico con una batería de cremas corporales. Había estudiado filosofía, pero su conversación era de peluquería. Le preocupaba la higiene y en San Pedro de Atacama, antes de la partida, todo le parecía feo, poco atractivo, sucio.

Liliana percibió que la pareja se había hecho una idea glamorosa de la expedición. Frases sueltas indicaban que ella se veía con una tenida Armani y con la cabeza envuelta en una finísima tela de gasa avanzando por un paisaje de arena sentada en un camello. Bueno ya, en una mula.

Ahora bien, la Puna de Atacama es áspera y de una aridez lunar. En los lugares adonde llegaban no había agua para beber; ni siquiera para mojarse los dedos. Ni pensar en el lujo de una ducha. En el día, bajo un solazo cruel, difícil de imaginar para quien no lo haya sentido, la temperatura llegaba a veinticinco o treinta grados. En la noche, podía bajar hasta quince bajo cero.

Avanzaron por la Cuesta de la Paciencia, al sureste del Salar de Atacama. (No confundir con los Llanos de la Paciencia que están al oeste). Una planicie parecida al infinito, que sube hora tras hora, por una pendiente poco perceptible, hacia algo que parece una cumbre y que se aleja a medida que se avanza, en vez de aproximarse. El paso de las mulas es tan lento y enervante, que cansa menos caminar junto a ellas que sobre ellas.

A los pocos días, Pierre se apunó. Esta enfermedad, o mal de altura, es extraña. Algunas personas nunca la sufren; otras que han estado muchas veces a más de tres mil metros sobre el nivel del mal sin problemas, son atacados repentinamente por la puna, que se manifiesta con náuseas, intensos dolores de cabeza, insomnio, alzas de presión, ataques de pánico. A veces, locura.

Pierre comenzó a mostrar síntomas anómalos. Se apartó del grupo y comenzó a caminar apresuradamente. Sacó una toalla, se desvistió y se tendió a tomar el sol. Los demás pensaron que era una broma de mal gusto. El arriero, un atacameño que entendía poco castellano y nada de bromas, se alarmó, fue a buscarlo y lo trajo de regreso a tirones.

Le dieron píldoras, un calmante. Pero el arqueólogo no mejoró. Al revés, empeoró. Comenzó a pedir, de manera obsesiva, Coca-Cola. Devoró casi toda la reserva de alimentos del grupo y, lo que es más grave, consumió toda el agua de la expedición (tres litros por persona). Bebió mucha y derramó el resto. La situación se puso crítica. Por suerte, el arriero conocía bien la zona. Recogió unos quiscos redondeados, de agudísimas espinas, y después de sacarles la corteza con un cuchillo, les dio a comer un cogollo jugoso y muy amargo, que les evitó el riesgo de la deshidratación.

La Cuesta de la Paciencia no mostraba señales de terminar. Después de llegar al punto más alto, la caravana había iniciado el descenso, que se anunciaba todavía más largo. Pierre se apartaba del grupo, caminaba en forma errática, de pronto se perdía de vista. El arriero dijo gravemente que era necesario mandarlo de regreso. Chantal estaba muda, sobrepasada por lo que ocurría.

Lo trajeron de vuelta, se tambaleaba, estaba entierrado, con manchones rojos en el rostro y los pelos parados como un loco. No atendía razones y se insubordinó contra Juan Carlos, el jefe de la expedición. De pronto sacó su cortaplumas y quiso atacarlo. El antropólogo lo desarmó y lo abofeteó con dureza. Pierre se dejó caer de rodillas y dijo con voz entrecortada por los sollozos: “¡Yo quiero una Coca-Cola!”

Por fortuna, al día siguiente a las seis de la mañana, pasó un camión que iba a San Pedro y su conductor aceptó llevar a Pierre y su mujer y a Liliana, que los acompañaba. El apunado canadiense, muy rojo, tuvo que ir atrás, de pie en la tolva, apretujado entre abundantes viajeros. Liliana llevó en sus rodillas a dos guaguas, de una señora que viajaba atrás. Chantal respiraba a través de un pañuelo perfumado que mantenía delante de su diminuta nariz.

El camión hacía frecuentes escalas para que bajaran y subieran pasajeros. El viaje duró más de ocho horas. Cuando llegaron finalmente a San Pedro de Atacama y se sentaron en el restaurante de la plaza, el único en ese entonces, a beber numerosas coca-colas heladas, Chantal dijo: “Esta es una de las alegrías más grandes de mi vida. Como cuando llegué por primera vez a Nueva York”. Liliana los dejó instalados en la hostería con piscina y precios del primer mundo y emprendió el regreso el mismo día. La expedición llegó finalmente hasta Jujuy. Objetivo cumplido.

Juan Carlos se encontró con Pierre y Chantal unos años más tarde en un congreso internacional de arqueólogos. Les hizo un gesto de saludo desde lejos. No lo reconocieron. Después se enteró de que habían presentado un paper, muy elogiado, sobre la ruta de los arrieros atacameños a través de la Puna de Atacama.

(1999)

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