Lotty Rosenfeld: las artes dirigiendo el tránsito a la libertad
de David Hevia
Carlota Rosenfeld Villarreal (1943-2020), cuyo nombre quedó impreso en nuestros diálogos y en la historia de las artes contemporáneas como Lotty Rosenfeld, ha fallecido a los 77 años de edad, dejando a su paso la huella imborrable de su obra, el estremecedor eco de su mensaje y el fecundo horizonte de una lección de vida.
La primera vez que tuve el honor de compartir actividades con ella, Lotty ya era la incansable creadora que Chile y el mundo alcanzó a conocer: la brillante discípula de Florencia de Amesti, Eduardo Vilches y Kurt Herdan en la Escuela de Artes Aplicadas de la Universidad de Chile; la mano alzada que fundara, junto a Fernando Balcells, Juan Castillo, Diamela Eltit y Raúl Zurita, el señero Colectivo de Acciones de Arte (CADA); la incansable voz de las formas, que había pasado del grabado a la exploración de las intervenciones, empapando el territorio a través de la videoinstalación y la performance. De hecho, ya habían pasado algunos años desde que Una milla de cruces sobre el pavimento (1979) se convirtiese en el incombustible viaje por el orbe con que esa obra suya desenfundó las armas del trazo callejero contra la dictadura. “No soy mujer de palabras, sino de imágenes”, nos advertía, aunque esas imágenes que amasó siempre hablaron con fuerza y convicción, es decir, con certera expresión en tiempos de tanta incertidumbre. Fue por entonces la inclinación por la fotografía la que nos acercó, salvando las brechas generacionales y revelando en el cuarto oscuro lo que pasaba allá afuera, porque ella no estaba dispuesta a ser encasillada y encajonada en los muros de una galería o de un museo, sino a conversar con los transeúntes y abrazarlos, azuzando en ellos la condición ciudadana. Y es que su cometido estético y su lucha iban mucho más allá de la resignificación: para ella la proyección de la línea allí, en plena ciudad, entrañó la posibilidad de remontar desde el signo hasta el símbolo, y desde este último seguir desdibujando las fronteras con miras a desplegar una reflexión que permitiese a las personas cuestionarse la cotidianeidad de la obediencia, al tiempo que imaginar, intuyendo el arte como indicio, la transformación de la realidad. Eran los tiempos que corrían entre su Paz para Sebastián Acevedo (1985) y Cautivos (1989). Lotty ya había recibido el Premio Especial del Jurado de la Primera Bienal Internacional de Video de Tokio. La segunda ocasión en que nos encontramos tuvo lugar apenas despuntaba esa infinita transición de verdad a medias sin justicia, cuando las letras y las artes seguían sacando la cara por la dignidad, y en momentos en que nombres como los de Poli Délano, José Balmes y Gracia Barrios nos regalaban de nuevo ese hermoso lazo interdisciplinario que recordaba al país que había una vida entera por cambiar. Una dimensión de esas conversaciones iba a desembocar más tarde en elocuentes expresiones sintetizadas por la artista en intervenciones sonoras como Estadio Chile (I, II y III), de 2009. Unos años después, coincidimos en el marco de una nueva aproximación a su emblemática acción de arte Cárcel Pública (1985), décadas después de realizada, cuando yo ya llevaba varios años haciendo clases a las presas del Centro Penitenciario Femenino de Santiago. Un día les leí un poema de Belinda Zubicueta, la última prisionera política de la dictadura que seguía siéndolo en democracia. Oían en respetuoso silencio. Apenas terminé, les mostré un registro fotográfico de Cárcel Pública, y la emoción allí, en ese horroroso encierro al que las élites han condenado a la población más humilde, se hizo infinita; tan infinita como la línea trazada en las calles por Lotty Rosenfeld para echar abajo esa distancia impuesta entre creador y público; para fundir, en fin, todas las veredas del mundo.