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Crisis en el Café

Pero el intento poético va a quedar detrás de él…
Abandonado… a la atmósfera bárbara, pero clemente
para el poeta del café.

Ramón Gómez de La Serna

 

Café de la Montaña, entre la calle de Alcalá y la Carrera de San Jerónimo, corazón del Madrid decimonónico, una tarde de la primera semana de noviembre, año 1899 (Ramón María del Valle-Inclán Peña y Montenegro acaba de cumplir treinta y tres años). Le vemos, sentado a una mesa, junto a Manuel Bueno, a Fernández Bahamonde, a López del Castillo, a Ricardo Baroja y al joven poeta Alejandro Sawa, que luce su rostro famélico y aceitunado, como lám­para en vías de extinción. Los contertulios discuten acaloradamente; se trata de un posible lance de duelo que afecta al joven López del Castillo, cuyo padrino potencial es el propio Valle, quien discute con Bueno su competencia para tales efectos de honor en el juego mortal de las pistolas. Manuel Bueno discrepa a la española, alza su bastón con médula de hierro y lanza un mandoble contra Valle-Inclán, quien opone su antebrazo izquierdo. El golpe, quizá no tan demoledor, da en el gemelo del puño, produciéndole una fea herida que compromete el hueso, aunque en la tensión de la refriega nadie parece enterarse.

Vuelve la calma. Uno de los presentes ofrece de su cuenta café y copas de licor. La conversación continúa por los carriles de la toleran­cia, como si de pronto aquellos tertulianos no fuesen españoles sino comedidos ingleses. Al filo de la medianoche, se deshace la cofradía y don Ramón entra en su estrecho cuarto, dejándose caer, vestido, en su mísero jergón de soltero. No sabemos si ha logrado dormir, pero a la mañana siguiente la fiebre le hace delirar. Su brazo izquierdo es una masa tumefacta que bulle y pulsa como fragua enloquecida. Gangrena y septicemia le acechan sin remedio.

La portera le conduce a la casa de salud. El médico es rotundo: am­putación por arriba de la articulación del codo. Don Ramón asiente, con la displicencia de un paladín. Aparecen los camaradas de la tertulia, salvo el verdugo del bastón, que llegará más tarde a congraciarse con el héroe-víctima. Valle-Inclán acepta de buen grado el cercenamiento del brazo, con la condición de que sea sin anestesia. Como paliativo menor, pide una botella de coñac que comienza a beber antes de que la enfermera le desprenda la camisa ensangrentada. No hay quejidos, pero don Ramón se desmaya dos veces.

Es ahora otro manco ilustre de la literatura universal, aunque no haya perdido su extremidad siniestra en la batalla de Lepanto ni en otro glorioso combate. Pero su imaginación urdirá una veintena de historias memorables en torno a la pérdida del brazo. (A mí, la versión que más me gusta es la de la princesa maya, a quien salva de las garras de un jaguar, en plena selva del Yucatán, ofrendando el sacrificio de lo que llamará más tarde “mi brazo inútil”).

Estos parroquianos del café nuestro de cada día son todos –o casi– pobres menesterosos que pugnan por ocultar su condición, vistiéndola con la capa raída y astrosa de la vieja hidalguía española. Don Ramón es una virtual leyenda de esta actitud que en la Península constituye género literario aparte. Muchas veces, puesto en trance de ser invitado al yantar o a la cena, por algunos compañeros mejor dispuestos de vo­luntad y faltriquera, Valle-Inclán rehúsa y rechaza, poniendo la palma de la mano sobre su garganta, en gesto de rotundo hartazgo. –Hombre, que sí, que ya he comido, y muy bien, por supuesto–. Aunque en los ojos el hambre le clavase su tenedor en las pupilas desoladas.

La crisis es permanente en el café; no dura lo que éstas que nos son anunciadas cada tres o cuatro años por los corifeos del capitalismo sal­vaje. Si damos un salto en los calendarios de Cronos y entramos en el Café de la Montaña o en el de Artistas, tres décadas después de aquella violenta aventura, encontraremos parecidos fieles en el rito cotidiano de la conversación, juntando sus monedas para afrontar el modesto con­sumo. Esto haría decir a Valle-Inclán que su vida en Madrid consistía en cambiar oro por calderilla: el metal precioso de sus palabras hechas crónicas por el sucio níquel de las transacciones mínimas, mendrugos incapaces de saciar el hambre desmesurada de los sueños.

En la década de los 40’, la crisis asumió en España la ferocidad de las fotografías en blanco y negro de la posguerra, cuya elocuencia es superior a todas las palabras. Algo de esto hemos visto en La Colmena, la novela de Camilo José Cela hecha película galardonada. El narrador gallego nos nuestra aquella galería de personajes aferrados a su miseria, tratando de subsistir a punta de engañar el estómago con sus mentiras literarias y pequeñas trapacerías, como si un café con leche fuese una cena opípara que nos dejara abotagados en los vapores del hartazgo. No obstante, aquellos pendolistas amigos del Nobel gallego iban a con­formar un equipo de mercenarios de la pluma, unidos para afrontar esos concursos literarios que nunca han faltado en España. Premunidos de hábil estrategia, informándose en detalle de los jurados de cada certamen, se dieron maña para preparar textos que se adecuaran al criterio estético (o a la falta de éste) de los jueces encargados de discernir. Si hemos de creer a Cela, durante cinco años ganaron tres o cuatro de cada diez concursos, repartiendo su fruto pecuniario de manera fraterna y equitativa en la mesa del café.

Hasta que alguien descubrió la tramoya y aquellos actores gráficos volvieron a su acostumbrada estrechez, es decir todo igual entre desayuno y cena, como si jamás les hubiese abandonado la crisis.

En Chile no tenemos la tradición del café como lugar de tertulia. Este espacio lo asume el bar o la “fuente de soda”, aunque jamás con el grado de asiduidad que se le ha consagrado en España a lo largo de dos siglos… Así, los españoles que llegaron a Chile en el Winnipeg o en otras naves menos epopéyicas, se quejaron de la falta de espacios adecuados para la tertulia, tanto en el puerto de Valparaíso como en Santiago del Nuevo Extremo. Otro Ramón ilustre, Suárez Picallo, escribió sobre el tópico, porque para él no existía mayor miseria que una existencia desprovista de conversaciones agudas y controvertidas. Eso sí que podría considerarse una crisis terminal: la ausencia de mesas donde desgranar las palabras.

En los años aciagos de la dictadura, la vida bohemia –nunca muy abundosa en Chile– sufrió el golpe artero del “toque de queda” y muchos bares debieron cerrar sus puertas, dando paso a esa suerte de clínicas de comida rápida que importamos de Gringolandia, con el pu­ritanismo insoportable de los pollos fritos y las hamburguesas insípidas que se ingieren con bebidas gaseosas. ¿Qué conversación interesante y lúcida se podría articular en esos antros de la asepsia estreñida del american way of life?

El bar Unión Chica, en Nueva York 11, sobrevivió al desastre esté­tico del Chile militar. En sus mesas oscuras y arrinconadas siguieron dialogando los poetas y escribiendo entre copa y copa sus versos des­garrados. Allí estaban Jorge Teillier, Rolando Cárdenas, Stella Díaz Varín, Aristóteles España, Rony Muñoz, Francisco Véjar y otros que mencionar no puedo. Todos ellos en crisis permanente e irreparable, porque la verdadera literatura no se aviene con el bienestar ampuloso de los burgueses ni con la fanfarronería mediática de los satisfechos, ni menos fluctúa con las alzas y bajas de la Bolsa. Desde François Villon hasta Jorge Teillier ha ocurrido así, y nada hace pensar que esto cambiará.

Aunque no sé si habrá hoy poetas menesterosos en los cafés y bares de España (en Chile los sigue habiendo). Yo no tuve la fortuna de fre­cuentarlos, ni siquiera en Galicia, donde compartí con “reventados” que no parecían padecer penurias económicas, aunque estuviesen sumidos en otro tipo de crisis existenciales o angustias metafísicas, aligeradas por el cáñamo índico o la “diosa blanca”. Pero en el tercer mundo la miseria ostenta apariencias más desarrapadas y apremiantes, hasta el extremo que un poeta puede pedirte una moneda de quinientos pesos para asegurar la cama en el albergue de caridad, por la sola y desnuda noche, tiempo que encierra para él pasado, presente y futuro.

Por eso, yo me declaro en crisis permanente, pese a que no conozco los retortijones del hambre y a que aún tengo mi refugio seguro en Bar Amigo, donde los momentos críticos se aligeran humedeciendo en buen vino la palabra ávida, tengas o no dinero en la bolsa… Porque “peor es mascar la hucha”, como suele decirse, hermanos poetas, aunque sea en la mesa olorosa del café o en el ara divina del bar. En ambas sigue vivo el espíritu dialogante de Ramón María del Valle-Inclán, como si su vida fuese un espejeante inventario.

 

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Edmundo Moure

Noviembre 2016

 

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