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El aparentemente inofensivo argot neoliberal

El peso de las palabras suele ser liviano, alado, como si se las llevara el viento y se deslizaran por el sentido común componiendo un entramado que la comunidad lingüística acepta, por lo general, sin la mayor meditación. Acepta la comunidad, inclusive los nuevos giros que se le proponen, en un ejercicio democratísimo, algunas proposiciones sí, otras no, y olvida o deja de usar otros términos que ya no reflejan lo que se quisiera comunicar o se pierden en ese tiempo pasado que puede que no haya sido mejor.

Visto así, pareciera que no hubiera nada más armonioso que el lenguaje cotidiano, ese mismo con el cual se insulta y se desacredita, y por ahí entramos a encontrar el filo subyacente de las palabras, esas que pueden trizar copas y quebrar vasos de amistad, por esa palabra que quisiéramos tragarnos pero que se nos fue “sin intención”, automática, dejando una nube negra que no se disipa con nada.

Así como palomas de la paz entonces, las palabras a la vez pueden ser y lo son mensajeras de guerra, de guerras desatadas a todo nivel, de cara a cara entre individuos hasta multitudinarios ejércitos contra ejércitos, o disciplinadas armas de dominación de naciones y continentes enteros. Toda dictadura cuenta, por ejemplo, con todo un arsenal de palabras y expresiones prohibidas, y otras tantas inducidas a la fuerza, que refuerzan una forma de ver y entender, una concepción de mundo tipo “la letra con sangre entra” como escuchamos alguna vez los que somos mayores respecto de los “sistemas pedagógicos” que se practicaban a principios del siglo pasado, es decir, para la historia de la humanidad, no hace tanto.

En todo caso, concebir el lenguaje como arma de dominación no es nuevo, de hecho siempre fue así, y aún más, a toda hora y en todo lugar, de manera subliminal asistimos a una disputa entre distintas concepciones de mundo. No en vano en el pasado cada pueblo invasor imponía al otro el uso obligado del idioma del ganador, romanos e incas lo practicaban, y cada idioma o léxico contiene en sí una forma particular de concebir y de entender. Puede ser parecido incluso, pero no es estrictamente lo mismo, no hay calcos de un idioma a otro, de ahí los dialectos, la resistencia.

Más complejo es cuando en alguna comunidad lingüística de mayor o menor extensión, algún grupo se predispone a ejecutar una operación lingüística o colonizadora en su ámbito de acción. Por ejemplo, Víctor Klemperer, profesor judío, expulsado de la Universidad de Dresden, publicó en 1947 con título en clave “LTI – Cuadernos de un filólogo” donde LTI son las iniciales de Lingua Tertii Imperii, la lengua del Tercer Reich, en el cual sostiene que:

“El efecto más potente (de la propaganda nazi) no fue el producto de discursos aislados, ni el de artículos o manifiestos, ni el de afiches y banderas, y no fue obtenido por nada que tuviese que ser registrado por el pensamiento o la percepción. El nazismo se insinuó en la carne y en la sangre de la inmensa mayoría a través de expresiones aisladas, de giros idiomáticos, de formas sintácticas que se imponía por millones de ejemplares y que fueron adoptadas de manera mecánica e inconsciente”. El Tercer Reich forjó muy pocos términos nuevos, pero “cambió el valor de las palabras y su frecuencia, …sometió el idioma a su terrible sistema, ganó con el idioma su medio de propaganda más poderoso, el más público y el más secreto”.

Por nuestra parte, alguna experiencia tenemos en el último tiempo respecto de prácticas lingüísticas totalizantes, y no sólo las palabras prohibidas en la prensa y las comunicaciones durante la dictadura, sino verdaderas operaciones de inteligencia subliminales que han permeado el habla cotidiana en forma “pública y secreta”, por así decir, deslizándonos a entender suavemente el mundo de otra manera, “el mercado del trabajo” por ejemplo, extrayéndolo como derecho de todo ser humano a concebirse como disputa de oferta y demanda, ergo, se puede ser marginal y cesante de por vida sin responsabilidad de nadie, no hay responsabilidad social de la empresa, ni del Estado, por qué, porque mi oficio no tiene mercado, vale.

Unido a titulares como “¡Quince mil clientes quedan sin agua!”, el sistema encontró la solución perfecta, y está en las palabras mismas que lo expresan sin sufrimiento alguno, como cliente el agua no es un derecho, es una compra, una transacción comercial que incluso puede fallar, claro, por supuesto, los mercados no son perfectos, puede también que nunca le llegue el agua, y el derecho inexcusable que tiene toda persona al agua queda automáticamente invalidado, porque usted no es persona ni ser humano, es un cliente, queda claro, y los clientes no sufren como las personas. Vaya, quéjese ante el SERNAC o mande una carta al diario.

Otra perla cotidiana, una expresión como “te compro la idea” que, sin meditación ni dolor alguno ingresa al habla y, de ser personas nuevamente con ideas y derechos, motu proprio pasamos a consumidores, y para el caso nada menos que de ideas, ergo, ya estamos sumidos de cabeza en el mundo del mercado adonde todo se tranza.

Tal como fuera concebido entonces en ardua repetición por los poderes fácticos y los técnicos de la manipulación de seres humanos, sin darnos cuenta estábamos invadidos, invadida nuestra cotidianeidad de conceptos neoliberales y de mercadeo, y no supimos, no encontramos la fórmula de contrarrestar política e ideológicamente esta arma de aparentemente bajo perfil e inofensiva mas, demoledora. Así como tampoco hoy en curso, la fulminante incursión del léxico de las nuevas tecnologías, software, hardware, Google, Facebook, Windows, Whatsapp, Instagram, y webinar y delivery y burn-out…y etc. y etc…y etc. Nos coloniza en idioma extranjero con su forma de ver y concebir. Nada que hacer, así fue, así está siendo.

De allí entonces, del uso de este léxico, al individualismo codicioso y asocial en el que estamos sumergidos no hay un paso, no hay nada, es lo mismo, está inserto en su misma forma de entender y concebir.

De muestra un botón: ahora en pandemia, ¿cómo nos referimos al acto protegernos y proteger a quienes nos rodean?, ¿cuál es la terminología que usamos? Qué más gráfico que haberlo llamado «distanciamiento social», y cabe preguntarse, es eso lo que precisamos mientras transcurrimos en esta calamidad.

Vamos, distancia sí, perfecto, pero social, lejos del prójimo, yo individuo, yo y yo, nada más, cuando lo que más necesitamos es solidaridad, es unión, pero la terminología que el sistema coherentemente nos implantó en la cabeza y en boca, es distancia social, es decir, pasar la pandemia como individuos solos, asociales, cuando muy bien podríamos describir la situación como distancia solidaria, que refiere a lo mismo, pero es diametralmente opuesto como forma sentir y concebir, muestra afecto y comprensión, por uno mismo y luego afecto, solidaridad y respeto por lo que estamos viviendo y por los otros. De paso desnuda la perspectiva individualista y neoliberal desde la cual ha sido enfrentada esta pandemia y a la vez los motivos de su fracaso.

En todo caso podemos preguntarnos cuándo pondremos fin a este neoliberalismo invasivo, mañoso y sin compasión, precisamente cuando dejemos de hablar como quiere que hablemos, de concebir el mundo como nos han colonizado con su argot demencial. Después de ello, sus días están contados.

Roberto Rivera Vicencio es presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (SECH).

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