Escritor del Mes

La transparencia de Homero (“con apellido de árbol”)

Pablo Orellana

Empalmar la figura de Homero Arce a la de Neruda ya podría parecer algo lato, un lugar común y, para algunos, una manera de disminuir la presencia de Arce. Pero es cuestión necesaria cuando brota la consulta ¿qué habría sido de Neruda sin Homero?… Homero, el discreto amigo que acompañó sus domesticas rutinas, los días brumosos la sequía literaria, la correspondencia no correspondida, los dictados permanentes, las gestiones editoriales, la administración de los meses: “Para hablar conmigo, y como tengo tantas cosas diversas que me preocupan y me escondo por ahí para escribir mis versos, la gente tiene que preguntarle dónde estoy a Homero Arce, igual que hace treinta años” (Pablo Neruda en una conferencia dictada el 22 de enero de 1954).

Príncipe de los amigos

Dos poetas. Uno de Iquique, el otro de Temuco. El inicio de esta hermandad se dio –nunca lo sabremos con veracidad- a mediados de los años 20´, en lugares poco lustrosos, en los alrededores de la Plaza de Armas y, al otro lado del rio, en La Chimba, por Recoleta, por Independencia, por los baldíos de Vivaceta, por los adoquines de Maruri, de Pinto para arriba, donde quedaban las pensiones de estudiantes. En esas lejanías, junto a Homero, podía estar Diego Muñoz, Alberto Rojas Giménez, Romeo Murga, Alberto “cadáver” Valdivia, Tomás Lago, Álvaro Hinojosa, Roberto Meza Fuentes, Yolando Pino, Orlando Oyarzún, Víctor Barberis, Rubén Azócar, luego vendrá Humberto Díaz Casanueva, Julio Ortiz de Zárate y Juvencio Valle. Siempre será menester nombrar a muchos. Que ninguno quede en el olvido.

¿El hábitat? La Bahía, El Jote o el Hércules, bares y cantinas de calle Bandera y San Pablo, o el cabaret de la Ñata Inés, el Zeppelín o, al sur de la Alameda, El Submarino. Cuando no tenían para pagar la cuenta bosquejaban astucias para el descarte, pocas veces admisibles. Hace unos días doña Inés Valenzuela, receptora de aquellos ardides, me contó que en esos días remotos esta multitud de poetas merodeaban la oficina de Homero Arce en Correos de Chile, en la Plaza de Armas, para hacer uso de papel y máquinas de escribir cuando los funcionarios terminaban la jornada, a eso de las 6 pm. En otras ocasiones hacían su aparición en horario laboral y ese desatino destinó que Homero desembolsara con frecuencia algunos pesos para que los desesperados poetas tragaran algún vino dulce en los extramuros de Correos. Homero, el único entre esa mixtura de bardos que contaba con empleo seguro, funcionario ejemplar y camarada virtuoso. Por entonces, Oyarzún  lo nombró el príncipe de los amigos.

En tabernas lejanas al glamour del art decó de los 20´, idearon lo más nobles negocios para que los años trajeran el ocio que la poesía necesita para desembarcar. No resultó empresa alguna, eso es evidente, la bohemia propiciaba más fracasos que aciertos. El grupo -que se hermanaba en la poesía, la insolencia de la juventud, la rebeldía y la pobreza- se dispersó, Neruda se fue al Oriente y ese capítulo ya es harina de otro costal.

¿Qué fue de Homero? Continuó su carrera funcionaria. Admirado por sus superiores, al quedarse en las dependencias prologando la jornada hasta alta horas, fue recompensado con un ascenso. Sirvió, por su manejo del francés, como secretario del Servicio Internacional de la Dirección de Correos y Telégrafos. Luego como administrador provincial en Rancagua y Antofagasta. Se jubiló en 1951.

Constructor de sonetos: ingeniero en arte mayor.

Lo cultivaron con esplendor Petrarca y Dante. Floreció popular y amoroso durante el quattrocento y viajó luego a España, Francia e Inglaterra. El Marqués de Santillana acometió con los primeros en lengua castellana. En el Paris que servía como escenario de querellas entre católicos y hugonotes, Clément Marot y Pierre de Ronsard impusieron el soneto en la poesía renacentista francesa y, al otro lado del Canal de la Mancha, William Shakespeare se hizo príncipe del soneto isabelino. El Siglo de Oro español es quimera, son los nombres de Góngora y Quevedo, Garcilaso y Lope y Sor Juana.

Homero Arce fue un poeta de sonetos. Recogió el guante de los clásicos y se nutrió de sus contemporáneos. Fiel al credo que difundiera con sus colegas del grupo Ariel que, en 1925, lanzaron un manifiesto abjurando del modernismo y los parnasianos, rechazando a Darío, a los darianos y al dariísmo. Nada de ello encontraremos en los versos de Arce. En lo que atañe al soneto, Rubén Darío trabajó el alejandrino, es decir versos de catorce sílabas métricas, como su famoso Caupolicán contenido en Azul…, a la sazón publicado por primera vez en julio de 1888 en Valparaíso cuando el padre del modernismo peregrinaba por Chile antes de la gloria.

Es posible, con un poco de apuro, que hallemos en su poesía señales de alianza en la forma con Mallarmé y los simbolistas que, como hizo Homero Arce, cultivaron el soneto en las combinaciones que le fueron posible a su estructura. Si bien Arce varió combinaciones, lo hizo particularmente en los tercetos. Los cuartetos fueron, en rigor, serventesios en su mayoría. Pero, invariablemente, primó el verso de arte mayor, el endecasílabo, de rima consonante, en su tarea de sonetista. Allí radica la maestría de Arce.

Sus temas son, no podía ser de otra manera, introspectivos y grandes. El tiempo, presente notablemente en los sonetos Un ramo de violetas, Manos y La piedra [en Manos: “La cortina de tiempo, despiadada, / pobló de sombras tu balcón florido, / desvaneció las manos encantadas, / hizo crecer la yedra del olvido.” Y en terceto final: “del pasado, sabréis que en este día, / en el estuche de un recuerdo oscuro, / resplandece este anillo, todavía?”]. Los elementos; por eso los metales, el agua, el viento, la madera, la luz, la piedra y el fuego [en La piedra: “La piedra inmóvil que nació desnuda / tal vez no sabe que su sueño es largo: / a la de eternidad, terrible y muda, / y pétalo de estrella, sin embargo. // Pasa el polvo del tiempo y la saluda”]. El sosiego, el reposo y el silencio que, para Arce, podemos decir, le significa el tiempo antes del tiempo. En estas profundidades se sumergió la poesía de Homero Arce, y que está expresado enigmática y espléndidamente en El silencio:

Voy a poner en orden mis papeles

antes de que mi frente se haga trizas

y el silencio deshoje sus claveles

en un pálido sitio de cenizas.

Y en el carro dorado de las mieses

transiten a lo lejos los veranos,

y la espiga desgrane nuevos meses

y pinten acuarelas nuevas manos.

Ay perdido en el tiempo y el espacio

dormir bajo la tierra, silencioso,

con el sueño de luces del topacio.

Y para siempre el orden… y la yedra

velando con sus hojas el reposo,

el estrellado idioma de la piedra.

Pero el poeta secreto también deja conocer su transparencia. Con sutil inteligencia deja comparecer la ternura, los asuntos pendientes, en la lírica pura que otorga el ejercicio de su magisterio. Poesía y música en Ay lámina del tiempo:

Ya te habrás olvidado, Margarita,

de la luna de ayer, de su ornamento,

de la calle empedrada de la cita,

de tus besos que huían con el viento.

¿Te llamabas, acaso, Margarita?

Que distante ese cielo y ese sueño,

la tarde deshojando luz marchita

y tú en mis brazos, suave sol pequeño.

En la confusa historia de mis días

está tu rostro intransferible y puro,

tu collar de lejanas pedrerías.

Ay lámina del tiempo, que aún me hieres

con un perfume de rosal oscuro,

en mí revives cada vez que mueres.

Opus intimus

A comienzos de la década del 60´, Homero Arce descuidó por un instante sus asuntos secretariales, andaba pajareando y los amigos, liderados por el futuro Nobel y el diestro diplomático de la cultura brasileña Thiago de Mello, tramaron la edición de un libro curioso: Los íntimos metales. Salido de imprenta los últimos días de 1963, está ilustrado por Pablo Neruda y con la traducción al portugués del propio Thiago de Mello, que dispuso del sello de la agregaduría cultural de la Embajada de Brasil en Chile, inaugurando la Serie Poesía de los Cuadernos Brasileros.

Ante tan entrañable cariño libresco, a Homero no le quedó más que vencer el pudor y liberar su poesía. Y el poeta secreto dejó de serlo.

Durante más de tres décadas acumuló manuscritos, cuadernos, borradores, hojas sueltas, y las guardó celosamente hasta ocurrido el milagro. En 1958, Homero Arce había publicado Mágica existencia de Rosamel del Valle, en el que, además de homenajear a su amigo, esboza aspectos autobiográficos. Luego de Los íntimos metales vendría El árbol y otras hojas, editado por Zig-Zag en 1966. Este tiene prólogo de Jorge Sanhueza y sonetos dedicados a Arce por, entre otros, Neruda, Juvencio Valle y el poeta iquiqueño Ramón Albarracín, quién le canta: “Yo como tú oh hermano transparente, / soy también iquiqueño de las dunas / y lleno como tú sobre la frente / espacio seco, arena de la luna”. Este compilado de sonetos fue ampliamente celebrado. Jorge Teillier publicó una nota en la que precisa: “Es grato cobijarse a la sombre del árbol de Homero Arce, hecho de hojas de tantos y tantos sonetos cuidadosamente acumulados año tras año (…) virtud de pocos poetas (…) el ejemplo de este modesto y noble artesano de la poesía”. Incluso un recital de sus sonetos le dedicaron a través de la voz de Inés Moreno. En 1997, en la revista Cuadernos de la Fundación Pablo Neruda, se incluyó íntegramente El árbol y otras hojas y se añadió una nota introductoria de Emilio Ellena.

Es cierto que costó que Arce soltara las hojas de su árbol, tanto que puede parecer justo que a un hombre bueno se le fastidie para que abra la puerta a su morada de tamaño talento. Neruda lo recuerda así: “Me costó mucho arrancar a Hornero Arce, con un lento proceso de convicción y de tirabuzón, arrancarle este rosario de amatistas que ya tenían el color invariable y el corte alquitarado de lo que por verdadero y deslumbrante estuvo guardado demasiado tiempo en una bolsa silenciosa” (1964, Discurso leído en el homenaje de los escritores a Diego Muñoz E. y Homero Arce, en el antiguo expendio de chicha Las Tejas).

Su último libro que se tituló Los libros y los viajes. Recuerdos de Pablo Neruda, se publicó póstumamente por editorial Nascimento en 1980.

Hermano Homero

La silueta de Homero Arce se me viene a la imaginación como lo describiera Juan Florit y me lo confirmara hace unos días Inés Valenzuela: moreno, ojos oscuros, mediana estatura, presto al caminar,  voz pausada, modesto y tranquilo. Llamarse Homero también le fue fuego pudoroso. Sus hermanos se llamaron Fenelón e Hipatia.

Desde que se jubiló de Correos, dice Andrés Sabella, “Neruda poseyó en Homero al compañero ideal. Homero fue el único poseedor de todas la llaves de palacio”. Pero es que, con benevolencia, aprendió entomología y malacología, sentado bajo la “frente cenicienta” de La Medusa, macarona testigo del silencio y complicidad de Arce. Fue un hermano diligente y devoto. “Consejero áulico” lo llamó Luis Sánchez Latorre, “pocas veces en la literatura brota una flor de esta belleza”.

Su obra es breve, discreta pero magistral. Neruda lo amó como hermano y secretario. En las páginas de Memorial de Isla Negra hallamos el poema Arce:

De intermitentes días

y páginas nocturnas

surge Homero con apellido de árbol

(…)

Aquí otra vez te doy porque has vivido

mi propia vida cual si fuera tuya,

gracias, y por los dones

de la amistad y de la transparencia,

y por aquel dinero que me diste

cuando no tuve pan, y por la mano

tuya cuando mis manos no existían,

y por cada trabajo

en que resucitó mi poesía

gracias a tu dulzura laboriosa.

Hoy recordamos a Homero Arce Cabrera. Celebramos su vida. Nos indigna su muerte. Es la derrota de la tiranía que lo humilló. Servimos a la poesía, lo que no valieron sus verdugos. Debemos acogernos a la sombra del árbol de Homero Arce, templar sus metales, en ellos habita la belleza.

El Pozo

Ay, hermano, como tú yo anduve

por la más ancha latitud del mundo,

toqué en la piedra el agua de la nube,

toqué las manos del amor profundo.

Una pequeña lámpara sin nombre

me alejó de las sombras del camino

y pude ver y andar hasta ser hombre,

hasta llegar a pozo cristalino.

Para unos fui canto sumergido,

raíz sombría, soledad secreta,

para otros un pájaro perdido.

Pero si todo sigue y ya no vuelve

yo no quiero el pozo de agua quieta

que recibe la luz y la devuelve.

En Los íntimos metales, Homero Arce, 1963.

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