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La absurda muerte de un malabarista

En memoria de Francisco Martínez Romero

El malabarista llega a media mañana a la esquina de sus destrezas, una esquina de una avenida
de doble tránsito con un semáforo, tal vez el único de un poblado pequeño y tranquilo. Viene
de muy lejos y años ya que ocupa intermitente la misma esquina, aparte, en la bandeja de
pasto ralo que separa ambas vías deja la bolsa gris negra en la que carga la utilería, viejas
pelotas de tenis, sables de hojas de lata, palitroques llamativos de plástico, un jockey con
visera, alguna polera de recambio, por si acaso algún chaleco. Su patria es el mundo.
El malabarista se toma pequeños descansos cuando el sol apremia y vuelve a su arte, pasa el
jockey entre la fila de vehículos desde los cuales algunos dejan caer algunas monedas, rara
vez un billete. Regresa y repite la rutina, el minuto y medio que le da la luz roja, a ratos
revuelve en la bolsa y cambia de utilería según el ánimo del público, cuando presiente que
decae el entusiasmo opta por los sables que podría y puede manejar a ojos cerrados, tres,
cuatro sables que arrojan destellos rotando en el aire y al pasar de una mano a otra. Si a las
horas no ha hecho las monedas de la cena vendrá una dura noche. No se queja. Es de aquella
raza.
Días que las fuerzas del orden lo hostigan y tratan de sacar de la esquina. Vienen de a dos y
tres y le piden un papel municipal, un permiso que lo autorizaría a exhibir su arte en la vía
pública como si tuviera un puesto de venta pública de mercaderías y debiera pagar patentes
e impuestos. Los encara con una sonrisa descreída, guarda sin prisa los instrumentos y se
aleja al paso con la bolsa gris negra al hombro hasta que los ve seguir importunando calle
abajo, entonces como si nada regresa con la rutina que día a día perfecciona, para que el
aldeano le llene la mano.
Al comienzo de una tarde de sol sin mucha fortuna nuevamente aparece el trío, vienen del
almuerzo y de haberse refrescado la cabeza y por inercia, una inercia enquistada en una
formación de blanco y negro, de bromas que más parecen ofensas y evidente desprecio por
lo otro y distinto, se aprestan una vez más para importunar al malabarista, pasemos a huevear
a este gil, dice expresamente uno de ellos, aún no saben van a cometer un homicidio, pero en
el fondo lo saben, saben que portan ese crimen y la cerrada complicidad que los une y los
protege como cuerpo, el hombre de la esquina también lo sabe, o lo intuye, ese aroma de
impunidad que destilan se lo ha advertido muchas veces, pero la mala fortuna del día y la
tarde de sol abrumador lo incita esta vez a encararlos, hasta cuándo, y el trío obtiene al fin lo
que quería, la sangre les hierve, exigen la identidad que el malabarista no está dispuesto a
entregarles, en el blanco y negro de sus recursos el absurdo agente del orden J.G. saca su
“arma de servicio” y lo conmina a arrojar al suelo la utilería de malabarista, los sables de lata
cuyo peso total no sobrepasan el kilo, éste se niega, al son de una danza, híbrida y extraña.
El agente J.G. se siente amenazado, hace mucho también que desea sentirse amenazado, los
busca de hace mucho, la leche y el vino turbio con el que ha venido engordando quiere un
contrincante, lo pide, lo sueña, la fantasía se lo puso muchas veces al frente y ahora lo tiene
a la mano, con ese inmenso poder redentor de tener un arma de fuego en las manos y al frente
un otro prescindible, sin riesgo, y no es susto precisamente lo que siente, sino exaltación y
entusiasmo, ganas de doblegar esa contumacia a balazos, por ello lo incita, lo torea, buscarle
el motivo justo para encajarle a ese bueno para nada, uno, dos, tres balazos, finalmente son
cuatro, uno se pierde, el último cuando el malabarista está en el suelo, y con alivio guarda el
arma en la cartuchera y el micrófono de la radio de emergencia que le queda colgando del
cable. La gente que observa se les abalanza, entonces huyen en el vehículo de servicio. Allez
hop. Como un vagabundo. El malabarista.
Roberto Rivera Vicencio

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