Joaquín Edwards Bello
CON LA ESCOPETA AL CINTO
¿Cuántos observadores de la vida habrá que ven la realidad a cada paso y luego la dejan pasar y así entonces son lo que se llama indiferentes? ¿Cuántos hay que prefieren dejar de lado lo que piensan y sienten, solamente por temerle al fatídico “que dirán? ¿Y cuántos habrá que, al contrario, toman la pluma más cercana y, como llevando su escopeta al cinto, disparan a destajo, si medir las consecuencias?
De estos últimos, pocos. Casi nadie. Una lástima. Hay tantos que prefieren callar.
Y los que no callan, generalmente destacan (depende de la calidad de la escopeta) como diestros cazadores en esta sociedad nuestra donde la manera de ser a menudo amilana sentimientos, disimula verdades y apunta lejos de la presa.
Circuló en la alta sociedad chilena uno del que vamos a hablar y que siempre estará presente como ejemplo de lo que hay que hacer. Siempre. Aunque no lo hagamos. Se trata de un destacado cronista y novelista que nació en Valparaíso en 1887 y fue, a la usanza de la época, bautizado como Víctor Lorenzo Joaquín por sus padres Ana Luisa Bello Rozas -nieta de Andrés Bello– y Joaquín Edwards Garriga, un importante banquero.
Pasó a la historia simplemente, pero grandioso, como Joaquín. Y, como Edwards y como Bello, no tenía por dónde seguir un camino diferente al que enfiló.
No es difícil para las personas como él tempranamente adentrarse por los senderos de la literatura y el periodismo que, casi siempre v la experiencia lo demuestra, acaban llegando a existencias colmadas de infelicidad. El joven que mientras estudiaba (o, por lo menos, así se suponía), fundaba revistas en su Valparaíso natal. El muchacho que viajó por primera vez a Europa con 17 años de edad y que, a partir de ese momento jamás abandonaría su fascinación por la vida cosmopolita y la escena cultural e intelectual de París. Eso, aunque solamente deambulara por las elegantes tertulias del Santiago finisecular. El joven caballero que criticaría hasta el fin de sus apasionados días al ambiente donde nació y que, contraviniendo los deseos de su padre, no prosiguió una carrera política ni diplomática.
Fue Joaquín Edwards Bello que, afortunadamente para Chile y sus devaneos de la palabra escrita, optó por dedicarse completamente a la literatura y al periodismo. Mezcla perfecta de la pluma bien alzada y en su tinta.
Gracias a Dios, si es que éste existe, Joaquín lo hizo porque fue biznieto de don Andrés e hijo de un Edwards, esa sangre quede tanto en tanto produce tan disímiles caracteres. Lo decimos porque en 1910 publicó su primera y polémica novela El inútil, que lo marcó como rebelde y gran cuestionador de la realidad chilena. Y que, seis décadas después su sobrino Jorge, con cierto grado de envidia, recordara, explicara y sobre todo comprendiera en El Inútil de la Familia, los afanes de su tío en segundo grado.
LAS PRETENSIONES DE UN ARISTOCRATA
Como crítico implacable de las costumbres nacionales de su época y que hasta ahora continúan aunque disfrazadas quizás por vergüenza, y dueño y señor de su pluma fulminante, Edwards Bello desplegó grandes furias y tenaces ironías. Tan abierto mantuvo sus ojos y su mente en torno a la actualidad circundante, que llegó incluso a publicar varias crónicas diarias. Era una especie de metralleta su, reiteramos, escopeta al cinto. Y, como buen cazador, denunciaba falsedades, siutiquerías y banalidades tan propias de este largo y angosto lado del mundo. Criticaba esa tendencia que se mantiene de cierto modo, ese ánimo inconsulto nuestro de tergiversar la verdad, crear ficciones históricas y que en un santiamén sobrealimentan el imaginario popular. Las crónicas directas de Edwards Bello, siempre repletas de datos irrefutables (que despertaba la ira de los de su clase), destruían los mitos existentes respecto de personajes de la tan vapuleada historia nacional. No los nombraremos aquí pero el lector de esta columna sabrá quiénes fueron, quiénes son y quienes serán aquellos que todavía se pretenden a sí mismos como amos y señores de la sociedad chilena y que, en sí misma, es otra suerte de entelequia.
Una confesión del gran novelista, del que hablamos aquí como cronista:
«…Poseemos una enorme capacidad para demoler los hechos verídicos y cubrir el lugar con una pátina de leyenda, de magia, de ultratumba. El mito es un fruto de infancia de los pueblos. Una compensación…. Yo quiero ser recordado como un destructor de mitos, como una persona que se pasó la vida bombardeando con muchos megatones la mediocridad, la chatura, la esterilidad de mis compatriotas”.
Lo logró ampliamente y hoy es más que indispensable.
ESIPIRITU NACIONALISTA
En El Roto, Criollos en Paris y La chica del Crillón, Edwards Bello manifiesta el espíritu de la época: la búsqueda de una identidad nacional, la pretensión de mostrar al chileno en su esencia, corregir los vicios del pueblo y resaltar de manera solapada las virtudes del criollo. En esta empresa se valió de los recursos estilísticos de la corriente literaria mundonovista, de la cual tomó la estética naturalista para la descripción tanto de los espacios como de los tipos humanos. Ello se advierte claramente también en El Chileno en Madrid, donde el personaje Pedro Wallace encarna el mestizaje, condición que lo transforma en un sujeto que se mueve entre fronteras. Su viaje tiene por objetivo hallar un espacio donde aferrarse, donde adoptar una identidad posible.
Eso que ocurre tan habitualmente, todavía.
En todo caso, no podemos olvidar que la constante en la obra de Edwards Bello fue su espíritu nacionalista. Así, influido por las ideas del peruano Víctor Raúl Haya de la Torre escribió El nacionalismo continental (1925), en la que sostuvo la ascendencia e identidad común americana a partir de nuestra herencia hispana.
Edwards Bello recibió el Premio Nacional de Literatura en 1943 y el Premio Nacional de Periodismo en 1955. Como suele suceder con tanto ilustre en el ancho y ajeno mundo, sus últimos años no fueron gratos. En 1960 sufrió un ataque de hemiplejia bastante severo, del cual logró recuperarse gracias los cuidados de su esposa. Años más tarde, sumido en la angustia, se suicidó el 19 de febrero de 1968.
Fue ese día de verano el instante supremo en que su acostumbrada escopeta al cinto (en este caso, un revólver Colt 38), fue más constante todavía.
Federico Gana Johnson