Francisco Martínez Romero
Grínor Rojo
Francisco Martínez Romero tenía veintisiete años, había nacido en Arica y crecido en Santiago, en la comuna de Puente Alto, es decir en un sector de escasos recursos, en una de las municipalidades más conflictivas del área metropolitana y de donde se había escapado, según cuentan algunos, diez años atrás. Al parecer, viajó entonces por Chile y por fuera de Chile ganándose la vida como mejor pudo. No era Martínez –al parecer, de nuevo–, un muchacho de grandes ambiciones y le bastaba con obtener lo necesario para seguir tirando. En algún momento, quizás durante su niñez y adolescencia puentealtinas o en alguno de sus viajes posteriores, dio con un espectáculo de artistas callejeros y, más precisamente, con los juegos malabares como una posibilidad atractiva de sobrevivencia (ayudándose además con la confección de artesanías, también callejeras). El 5 de febrero de 2021, en la intersección de las calles Martínez de Rosas y Pedro de Valdivia en Pangupulli, un pueblo de la provincia de Valdivia en el que vivía desde hacía cuatro o cinco años y donde muchos lo conocían y a quienes o les dejaba indiferentes o les inspiraba alguna pequeña simpatía, una patrulla de dos carabineros y una carabinera quiso someterlo a lo que en la jerga técnica de los uniformados se conoce como un “control preventivo de identidad”. O sea un control cuyo objetivo, por lo menos nominalmente y a juicio de las autoridades que lo ejecutan, es “prever” los desmanes que podrían ocasionar individuos que a los ojos de esas mismas autoridades resulten sospechosos.
Se sabe que Francisco Martínez se negó a someterse dicho control, entre otras cosas porque carecía de una cédula de identidad o de papeles similares que atestiguaran que él era quien se suponía que era. El procedimiento exigía, en consecuencia (¿en consecuencia…?), detenerlo. Es lo que la patrulla intentó (o lo que algunos de la patrulla intentaron), pero Martínez se defendió y todo indica que con lo único que tenía a la mano, con los medios de su arte: unos cuchillos largos, es casi seguro que carentes de filo, y que eran los que él hacía volar en el curso de sus exhibiciones (si en esa ocasión, frente a los carabineros, también los hizo volar, no me consta pero apostaría a que así fue). El hecho es que no tenía otra cosa en sus manos. Ni un cuchillo “real” ni menos aún un arma de fuego o parecida.
Resultó que uno de los policías, un sargento llamado Juan González Iturriaga pero cuyo nombre se mantiene oficialmente en secreto hasta el momento en que escribo, se molestó al ver los cuchillos en el aire y le disparó a Martínez primero a sus piernas y después al tórax. Cinco balazos en total, el último de los cuales lo mató. Hecho el despropósito, los policías se subieron en su radiopatrullas y abandonaron el lugar.
No voy a entrar en lo que sigue en la discusión acerca de la aplicabilidad o la inaplicabilidad del principio de “legítima defensa” por parte del carabinero en cuestión. Dejémosles eso a los abogados defensores y acusadores respectivamente. Mi impresión, y por eso estoy escribiendo este artículo, es otra. Francisco Martínez era, evidentemente, un marginal. Uno que no quería vivir de acuerdo con las reglas impuestas por el orden chileno instituido. Por eso, no tenía ni casa, ni ropa apropiada, ni trabajo rentable, ni familia, ni mujer, ni hijos. Comía cómo, dónde y lo que podía. Dormía cómo, donde y en lo que podía (el alcalde de Panguipulli ha dicho que la Municipalidad lo acogió y alimentó varias veces). Tampoco excluyo yo la posibilidad de que los policías lo conocieran de antemano. Panguipulli es un poblacho de treinta mil habitantes, en el que todos conocen a todos. Martínez trabajaba siempre ahí, en la esquina del único semáforo que funciona en la ciudad, y es sencillamente imposible que los carabineros no lo hubieran visto en acción más de una vez. No sólo eso. Una investigación de CIPER Chile insiste en que Martínez “participó en el estallido social de 2019”, en que solía dirigir el tránsito en la esquina de las calle Etchegaray con Ramón Freire, cuyo semáforo “no funciona”, y en que había sido previamente “hostigado por carabineros durante las noches, y que alguna vez lo habían golpeado”*. En este sentido, las declaraciones de Juan Francisco Galli, el subsecretario del Interior, según las cuales carabineros “no anda provocando a las personas para que los agredan” sino que “reaccionan a una situación que se da frente a un procedimiento policial”**, carecen de la más mínima sustancia. Por lo tanto, yo no excluyo el que haya habido ya un diagnóstico peyorativo preexistente respecto de Francisco Martínez, un diagnóstico en el que se lo descalificaba como un marginal y prefigurando de ese modo el crimen del 5 de febrero. Si así fuera, ese hecho luctuoso estaría también, indisolublemente, ligado a la lista de los indeseables que muy probablemente se guarda en alguno de los cajones de la comisaría local.
Pero, incluso si ese no fuera el caso, si en efecto el 5 de febrero los carabineros de Panguipulli estaban viéndole por primera vez la cara a Francisco Martínez, a mí no me cabe duda de que hubo en su actuación un ingrediente de provocación y humillación. Vieron en Martínez la cara de un “otro”, de un “diferente”, de uno que “no hace lo que los demás hacen”, que “no se comporta como ellos” y que debe, por lo tanto, dar explicaciones por su conducta distinta. Por eso, trataron de detenerlo, sometiéndolo a un control de identidad que era innecesario a todas luces. Y es lo que Francisco Martínez no se dejó hacer. No sólo porque no tenía la maldita cédula de identidad en el bolsillo, sino porque no se le antojaba tenerla, ni a ella ni a nada que se le pareciera (de paso, se dice que le gustaba pensarse como chileno y argentino, que usaba tres o cuatro nombres distintos y que le disgustaban las fotos. Es obvio que la cosa de la identidad no le hacía ninguna gracia). Había huido de la institucionalidad feroz del Puente Alto de su niñez y su adolescencia, que poco cuesta imaginar lo que le significó dadas sus flaquezas (tenía un principio de esquizofrenia y no temía hablar de ello), y tampoco le gustaba la institucionalidad hipócrita y no menos feroz de la nación bajo cuyo paraguas sobrevivimos. Quería que lo dejaran tranquilo, que le permitieran seguir existiendo como un otro, haciendo lo suyo, lo que le gustaba hacer, sin perjudicar con eso a nadie y sin deberle tampoco nada a nadie.
Esta, creo yo, es la razón última de su asesinato. La intolerancia del otro o, más claro todavía, la imposibilidad que tenemos los chilenos de tolerar la legitimidad que asiste al otro para ser como él/ella quiere ser. Un otro de cualquier clase, que no se adapta a las reglas homogenizadoras que buscan imponerle los poderes instituidos, no importa cuáles sean, sociales, raciales, sexuales, etc., y que se prejuzgan como el único camino por el que se puede transitar. Lo que le ocurrió a Francisco Martínez es paradigmático en este aspecto y los chilenos, los mismos que estamos a punto de embarcarnos en la escritura de una nueva Constitución, debiéramos tomarlo muy en serio. El gobierno y los que se le oponen recomendándole más de lo mismo van a enredarse ahora en la guerrilla acostumbrada, la de los dimes y diretes insustanciales y que se van a centrar, con toda seguridad, en las atribuciones que tienen las “fuerzas de orden” para incurrir en procedimientos como el que le costó la vida a Francisco Martínez.
De lo que no van a hablar es de lo que de veras importa: de que esas atribuciones de los uniformados están en directa relación con la idea de país que dibujan las letras de la Constitución. La actual chilena se la cortaron al dictador sus asesores como un traje a la medida. Hay que cambiarla, y la casa se empieza a construir por los cimientos y no por el techo. Una policía democrática sólo puede ser el producto de una política democrática, en la que la igualdad y la diferencia coexistan mano a mano, en la que la norma común se respete, pero sin que esa norma común le meta al otro una bala cuando su conducta no es la única que ella estima pertinente.
* Nicolás Massai D. Macarena Segovia y Nicolás Sepúlveda. “Panguipulli en Llamas”. CIPER Chile 07.02.2021.
** Subsecretario Juan Francisco Galli. “Carabineros sólo usa el arma como último recurso ante una amenaza que pone en riesgo su vida”. La Tercera (6 de febrero de 2021).
Imágen: Cooperativa