Advertencias de uso para una máquina de coser
Francisco García Mendoza
El siguiente comentario fue hecho público el 21 de abril durante la presentación del libro «A ti siempre te gustaron las niñas», de Francisco García Mendoza, en la cual el autor usó el tiempo destinado a hablar de su propia obra para referirse a «Advertencias de uso para una máquina de coser» de Eugenia Prado, quien se encontraba entre las presentadoras.
Lo habitual y lo lógico sería que hoy en esta presentación hablara de mi propia obra, del proceso de escritura, de la publicación y otras cosas un tanto irrelevantes. Sin embargo, y esto a raíz de unas conversaciones con Juan Pablo, nada que ver con esto en todo caso, sobre el egocentrismo de ciertas personas cuando el protagonismo debiese recaer sobre otro sujeto, quise, un poco para subvertir la lógica de presentador/presentado, hablar a partir del texto de uno de mis presentadores. Específicamente de una obra de Eugenia Prado que se llama Advertencias de uso para una máquina de coser (segundo borrador) del año 2016 y supongo, no lo sé con certeza, gestada a partir de su participación en un taller y que tuve el placer de leer hace un par de semanas. Es cierto que aún no debía leerlo pues estaba un poco más abajo en la lista de mis libros pendientes en mi escritorio, pero cuando Luis, el editor, me comentó que Eugenia sería una de las presentadoras, hice correr la lista para que las Advertencias pasaran a ser prioridad.
El subtítulo de la obra de Eugenia, “segundo borrador”, habla de un pasado y por qué no, de un futuro. Cuando se afirma que la escritura dice más allá de lo propiamente dicho, es verdad. En este caso, cuando su autora opta por incluir ese subtítulo lo que hace es revelarnos un proceso y quizá anticiparnos que la escritura no se acaba al publicar el texto. En ese sentido, la escritura se concibe como un acto constante y transitorio, nunca definitivo. Porque es móvil, tránsfuga, mutable, así como el lenguaje que es cambiante en la medida en que se usa a través del tiempo. La propuesta de Eugenia Prado es transversal a su obra en todo caso: la edición de Objetos del silencio (Cuarto Propio, 2007) dista bastante de la publicada por Ceibo Ediciones en 2015, y eso es una virtud, o una aventura, que no muchos escritores están dispuestos a asumir.
Ahora bien, la palabra “borrador”, a diferencia de la palabra “edición”, sitúa al texto en un lugar específico del campo cultural literario. Borrador, a diferencia de edición, habla de la precariedad, de la autonomía. “Borrador” sitúa a Advertencias de uso de una máquina de coser en un espacio de cierta marginalidad, desde donde es posible hacer un cuestionamiento a las políticas editoriales de la oficialidad.
Cada libro, cada ejemplar, es, además, un objeto irrepetible, hecho a mano, tal y como lo haría con una prenda un sujeto con su máquina de coser, y eso, sabemos en el arte, incrementa el valor cultural de dicha prenda: esto aplica en el arte en general en donde el original se sitúa por sobre sus reproducciones (aquí aparece la idea del fanzine, que es el magazine artesanal, hecho a mano, pero sobre eso no me voy a explayar).
Sí me quiero quedar en la crítica, esa crítica a la producción industrial del objeto artístico que se presenta, por ejemplo, cuando la sujeto en el libro comenta que “Unidas por hilos o separadas por filudas tijeras, espejos, botones, veinticinco operarias trabajan en el enorme galpón (11)”, y son un grupo de mujeres, precarizadas, claro está, que asumen el papel de (re)productoras de un original al servicio y demanda del mercado. Y si bien aplica en este caso a la industria de la moda o la vestimenta, bien podríamos extrapolarlo, y por qué no, a la industria (re)productora de los hijos al servicio de la perversa macroeconomía social. De hecho, una de las protagonistas nombra esto como “los deberes de la biología” (55), pensando en la obligación social de la maternidad, y, ya más conscientes de su lugar en el mercado, comenta que “Nuestros cuerpos configuran una fuerza productiva poderosa” (55): y para qué vamos a hablar de pensar siquiera en interrumpir esa producción, el aborto (otro asunto al cual tampoco voy a referirme para no aburrirlos).
Bueno, este mercado perverso, del que todos formamos parte, del que todos somos clientes, explota y precariza la vida de los sujetos que se sitúan, o han sido situados, en lo más profundo del engranaje productivo. Mientras nosotros disfrutamos de los descuentos del mercado, de las ofertas y las posibilidades de las tres o seis cuotas sin interés, a estas sujetos, a las 25 operarias, “…se las ve muy apuradas terminando las prendas antes de que las acaudaladas clientas lleguen a buscarlas. ¿Es posible coser sedas en una máquina? ¿Se puede?” (11). Las clientas, por supuesto, no son las clientas, y la seda es mucho más que la seda. La metáfora que su autora propone implica reconocer una industria mucho más amplia y avasalladora que el pequeño taller de 25 operarias. Ese taller es también representación de la llamada “máquina”. Máquina como móvil al cual todos estamos obligados a entrar, desde pequeños nos preparan para asimilarnos a esta máquina: el jardín infantil, el colegio, el instituto profesional, el centro de formación técnica, la universidad, no son otra cosa que pequeñas máquinas de coser operadas por otros sujetos precarizados, aunque mucho mejor posicionados, al servicio de la “gran máquina” (y tal vez por eso Nicolás se pregunta en mi novela: “Pasamos 13 años en este colegio. Ahora dime: ¿cuántos valieron la pena?” (79).
Cómo no reconocerse cuando la narradora comenta que las trabajadoras “Se quejan del exceso de trabajo y, otra vez, al llegar a casa, se quejan de lo mismo, cuando los demás no colaboran. Se quejan de los turnos extendidos. Se quejan del cansancio y más allá del cansancio. Se quejan de la máquina que nunca se detiene” (15). De este modo, las trabajadoras/engranajes evidencian el ciclo al que se someten una vez egresadas de la institucionalidad formadora, formadora de componentes o piezas fundamentales que mueven la maquinaria de la que son parte: “Las mujeres teníamos que practicar hasta aprender a hacernos la ropa para continuar con nuestras labores femeninas. Al final, salíamos de cuarto medio con vestidos, faldas, blusas y hasta ropa interior cosida por nosotras mismas” (26), y lo anterior es una metáfora de muchas otras cosas de hoy en día a las que uno está “obligado” al salir del colegio: rendir la PSU (cuando en verdad nadie te pone una multa por no rendirla) e incluso en los mismos colegios se encargan de inscribir a sus alumnos, o la obligación, muy ligada a lo anterior, de ir a la universidad, como si no hubiera otras miles de posibilidades en la vida (y de esto mis colegas profesores se acordarán porque es una falacia, que en verdad ya no me acuerdo cómo se llama, pero es algo como el falso dilema, no sé: como cuando te dicen “tienes dos posibilidades: o haces esto o haces esto otro”; y en verdad no, hay miles, como por ejemplo ignorar a la persona que me está “obligando” a escoger entre dos opciones que parecieran tan absolutas, pero nunca, en verdad que nunca, lo son). De hecho, cuando alguien les diga “o cambias tu actitud o esto llega hasta aquí”, acuérdense de mí.
Bueno, volviendo a lo que dice el texto de Eugenia, estas mujeres que se saben desechables y son conscientes de su lugar: “Todas saben que siempre habrá una larga lista de mujeres esperando por un puesto de trabajo allá afuera” (16).
En un momento de lucidez, porque la narradora no forma parte, o mejor dicho, mantiene cierta distancia, se pregunta por una posibilidad: “¿Y si uniéramos los textos como cuerdas y desbaratáramos los cierres para escapar de las celdas?” (20). Y esto porque los textos son también cuerpos y los textos son industrializables. Basta con pensar en la producción masiva de textos de dudosa calidad literaria cuya única finalidad es seguir alimentando al mercado, mantener una maquinaria editorial. ¿Cuánto reciben los autores por la producción industrial –y estoy hablando a gran escala y pensando no en pesos sino en porcentajes –de sus textos? ¿Cuánto recibe el productor, el eslabón más básico, el agricultor, la costurera, de una prenda que se cotiza a $120.000 pesos en el mercado chileno?
“De la casa al taller, del taller a la casa se nos pasa la vida” (41), dice la protagonista y el mercado se nos ofrece como una posibilidad, una válvula de escape. Pero al pensarlo un poco mejor notamos que ese mercado del consumo es parte del mismo esquema productivo en el que estamos inmersos y no podemos, o no queremos, salir de él: porque se nos aclara la perversa paradoja: el mercado para el cual trabajamos es productor de más mercado, somos nosotros simplemente los que alternamos los roles: de productores a consumidores y qué ejemplo más claro, o contradictorio, que esta ropa que estoy usando y que ha sido manufacturada y cosida, quizá por las mismas 25 operarias precarizadas o quizás niños, en Bangladesh y Pakistán (y es verdad, después me pueden mirar las etiquetas).
Francisco García Mendoza (1989).