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Corte en trámite

“El orden público” y “la normalidad” son entendidos, defendidos y propuestos desde las estructuras de Poder, como la simple y edulcorada ausencia de desmanes o vandalismo. O sea, que el asunto se resolvería en lo fenoménico, y no en lo estructural.

Por Reynaldo Lacámara y Víctor Sáez


Asistimos (todavía con una dosis de ingenuo asombro), a los esfuerzos de los administradores del poder, y sus privilegios, por “restaurar el orden público” y  devolvernos “la normalidad”.

Los malabarismos verbales y los viejos trucos ideológicos parecen sacados de un manual para encantadores de serpientes (corregido y aumentado, en todo caso).

La eficacia de sus quehaceres, y desvelos, está directamente relacionada con el modo en que una sociedad funciona, o reacciona, de una determinada manera, ante quiebres o sucesos fuera de su agenda y previsiones. Para eso se debe observar con atención el modo concreto de pensar de la gente, su vida cotidiana y las valoraciones de sus hábitos. Es decir, acercarnos lo más posible a aquello que han hecho de nosotros.

Vale la pena recordar, al respecto, que el Poder no es un atributo de matriz casi metafísica, sino un modo de relación que permite a un actor social, influir de modo asimétrico en las decisiones de otros, y así favorecer los valores e intereses políticos, sociales y económicos que el mismo Poder representa y sostiene.

Por lo mismo, cuando esta relación se ve expuesta al escrutinio público e insolente de una movilización social, todos sus operadores salen al ruedo, invocando la “normalidad” y “el orden público” como  como norte y presupuesto de cualquier otro tema.

“El orden público” y “la normalidad” son entendidos, defendidos y propuestos desde las estructuras de Poder, como la simple y edulcorada ausencia de desmanes o vandalismo. O sea, que el asunto se resolvería en lo fenoménico, y no en lo estructural. Desde ahí se instala, social y mediáticamente, la dicotomía entre “los justos reclamos de la gente” y “el vandalismo lumpenesco”. Este último fenómeno, por supuesto, vinculado a oscuras conspiraciones internacionales, y a la acción directa de siniestros agentes de campo, sobrevivientes nostálgicos y escleróticos de la Guerra Fría.

Desde esta perspectiva, los conflictos no se deben resolver, sino sólo negociar mediante acuerdos temporales y pactos sociales que cristalicen las relaciones de Poder, y de ese modo permitan mantener vigentes sus objetivos generales, y específicos, en lo cultural, político y económico.

La transformación basal de todo este escenario, requiere por parte de los artistas e intelectuales un esfuerzo adicional, ligado a nuestra propia identidad como actores sociales, para una nueva producción de sentido y la re instalación del ser humano como centro de todo proceso político y social.

El Poder, desde siempre, ha pretendido someter al arte y hacerla funcional a sus intereses. Nuestra tarea (por lo mismo), en este momento y siempre, no es otra que mantener en alto la fresca rebeldía de la belleza, que nos permitirá generar nuevos espacios de participación e incidencia ciudadana.

Las urgencias no pueden hacernos perder de vista los proyectos más globales de transformación. Para eso necesitamos generar estrategias e instrumentos de participación social y política, que desde lo propio de nuestro aporte cultura, se proyecten en el escenario nacional como nuevas alternativas de conciencia, compromiso y realismo político.

Las estructuras, y los “estructurados” de la política orgánica tradicional seguirán luchando por mantener sus privilegios, anacrónicos. Sin embargo, su suerte ya está echada.

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