Los escritores opinan

Mauricio Amster, la letra y la palabra

Por David Hevia, poeta, ensayista y presidente de la Sociedad de Escritoras y Escritores de Chile

Una hoja de papel, fechada en Santiago el 21 de diciembre de 1978, sin título, con 25 líneas mecanografiadas y la firma del autor: tal es, formalmente hablando, lo más parecido a una semblanza autobiográfica que puede hallarse en el archivo personal de Mauricio Amster. El documento, que en menos de un  renglón consigna su llegada al país en el Winnipeg, en calidad de refugiado, no permite a un lector inadvertido imaginar que tras tan escuetas referencias late la historia del joven polaco de origen judío que, luego de estudiar en Viena y Berlín, pasa a España en 1930, se afilia al Partido Comunista, se hace cargo de la dirección de publicaciones en el Ministerio de Instrucción y diseña, entre tantas otras emblemáticas iniciativas, la pedagógica y propagandística Cartilla Escolar Antifascista (1937). En julio de 1936, al estallar la Guerra Civil, se enrola como voluntario en las milicias populares, de las que es  eximido por miopía. Con la victoria franquista, pasa a Francia, donde Rafael Alberti lo acoge y le presenta a Pablo Neruda, quien lo embarcará rumbo a Sudamérica junto a más de dos mil republicanos perseguidos. El ajado folio tampoco hace sospechar que, al radicarse, se convertirá en pieza clave de la industria editorial; o que publicará, en 1948, su propia traducción del Manifiesto Comunista, o que cofundará, en 1953, la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile.

Sin embargo, en la misma vieja cuartilla el redactor da una pista para comprender su trabajo. “Terminado el bachillerato, comenzó a estudiar Bellas Artes, iniciativa que abandonó al darse  cuenta [de] que le faltaba talento”, dice el breve autorretrato. En realidad, lo que el destacado creador hace en ese tránsito del óleo sobre tela a la tinta sobre papel es extender la plástica a la dimensión verbal, con lo cual, a la vez, profundiza su reflexión. “Hasta en los niveles más primitivos de la vida existe un espacio para la belleza”, declara en Técnica gráfica (1954), precisando que, “en cuanto a las letras, la belleza es de importancia capital, frecuentemente decisiva, ya que en su función deben satisfacer la vista tanto práctica como estéticamente”. Esa doble dimensión es de inmediato desarrollada por el intelectual, quien explica que hay dos modos de considerar las letras en cuanto a su belleza. “El primero es más bien privilegio de los especialistas, artistas, calígrafos y tipógrafos que pueden gozar con la contemplación de una letra suelta de proporciones acertadas y hermoso trazado”. El segundo, añade, constituye la experiencia común de quienes leen; es “la belleza del conjunto”, plano en el que —observa— “hasta el más ignaro comprende la diferencia y distingue entre lo bello y lo feo”. Y ejemplifica: “Espacios excesivos entre las palabras afean una página”. Del cuadro al libro no desaparecen relaciones como la de figura y fondo, sino que ellas quedan seriadas, y esa sistematicidad de la lectura lleva consigo un proceso que deviene esencial para la mirada política de Amster. Una vez creada la imprenta, explica, “la mera accesibilidad del libro despertó las ansias de leer”, y, así, “al independizarse el libro de su escriptorio monástico, se liberó también su contenido”. Lo mismo ocurre al diseñador cuando, desembarazado de la tela, descubre en la belleza de la letra las posibilidades de su propia palabra.

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