Los escritores opinan

DON RAFAEL

Su pasaporte tiene problemas, Don Rafael. Está retenido por alguna anomalía… Tiene que averiguar en la Unidad de Policía Internacional, sí, en Mapocho, al otro lado del río…

Era agraciada la niña del Registro Civil, después de todo.

Don Rafael guardó en su carpeta el comprobante y la metió en su ajado maletín de contable. Se ajustó la corbata y emprendió la marcha hacia el norte, por calle Bandera. -“Un tropiezo menor”, se dijo.

El funcionario de Investigaciones le pidió en la puerta la cédula de identidad y el recibo documentario. Tecleó el número en una computadora, para acercarse luego hasta una gaveta y extraer de ella un voluminoso expediente.

-Don Rafael, acompáñeme al segundo piso.

El contable subió las anchas escaleras tras el funcionario. Arribaron a una amplia sala, frente a cuya puerta se erguía la figura imponente de un policía de la PDI. Don Rafael miró la pistola asomada a la cartuchera y dijo para sí: “es una Browning 7.65, con cargador doble, lo que da doce tiros en repetición; padre tuvo una similar”.

-Don Rafael, está usted detenido… Siéntese en esa banca.

-¿Cuál es la razón? –inquirió el contable.

-Giro doloso de cheques.

-Imposible…

-Aquí está la orden, señor; es un cheque sin fondos, protestado por el Citibank.

-Eso está prescrito, en todo caso.

Don Rafael hizo memoria. Nueve años atrás, quizá en la última operación fallida de su efímero sello editorial, había dejado a la ejecutiva del banco un cheque en garantía por un préstamo insoluto. El documento se protestó, claro, por “falta de fondos”. Pero recordó también que su hermano, próspero empresario, lo había pagado, junto a una decena más de cheques “rebotados”. Se acercó al detective de la puerta y solicitó permiso para efectuar una llamada. Concedido.

La banca era larga. Cabrían sentados en ella entre doce y quince individuos. Era como las que acomodaban las tías gallegas en la Chacra, frente a los grandes tablones que servían de mesa, para que acogieran a veintiocho primos en el feliz condumio del domingo. Pero aquí no había parientes ni viandas olorosas, sino una docena de sujetos sudorosos, en parecido trance de incumplimiento.

Don Rafael abrió su maletín y extrajo El Libro del Desasosiego, de Fernando Pessoa, en edición portuguesa, y reanudó la tercera o cuarta lectura de aquella querida obra de cabecera.

-¿Quién es don Rafael? –gritó una voz bronca y pastosa.

-Yo soy…

-Ah, parece que usted es persona importante, Don Rafael, porque he recibido ya tres llamadas de su hermano y de un abogado… Acompáñeme, por favor.

El contable caminó tras el subcomisario, hasta su despacho. El jefe, grueso y rubicundo, lucía el rostro rojizo e inconfundible del dipsómano. Se reclinó en la silla giratoria, apoyó ambas piernas sobre la cubierta del escritorio.

-Don Rafael, parece que usted tiene santos en la corte.

-¿A qué se refiere, señor?

-Seamos claros. Este asunto puede solucionarse ahora mismo.

-Pero me dijeron que hay que retirar el comprobante de pago del cheque del archivo judicial; entiendo que ese trámite tarda cuarenta y ocho horas, según me informara por teléfono el abogado.

-Mire, don Rafael, basta que aceitemos la maquinita… Usted sabe que todas las máquinas requieren aceite…

-En mi caso, señor, no me queda aceite ni en la alcuza de mi casa.

El contable retornó, cabizbajo, a su lugar en la banca. Habían llegado dos nuevos comensales –pensó-, aunque aquí no había mesa ni menos aquellos aromas que parecían anunciar otrora el advenimiento del paraíso de Dionisos. Se dio cuenta del error cometido ante el subcomisario. Si hubiese meditado antes de soltar la frase, el desenlace pudiera haber sido distinto… Digamos, un acuerdo por cien o doscientos mil pesos, que su hermano desembolsaría enseguida, sin chistar. Pero era tarde; las palabras cabalgaban siempre para él precediendo a los hechos.

Miércoles. Abril nuboso y frío. Las horas pasaron al ritmo de las páginas del querido poeta-contable lisboeta, preso también otrora, pero en la oficina de comercio de su patrón Méndes, en la Rúa dos Douradores, Lisboa… Un enorme reloj redondo marcaba las 8:00, o las 20:00 horas, en traducción vespertina. Quedaban tres penitentes en la banca, contando a Don Rafael.

Apareció en el umbral el funcionario anfitrión que le recibiera por la mañana.

-Don Rafael, ya es tarde para el traslado a la Penitenciaría. Tendrá que pasar la noche en una celda de calle General Mackenna.

El contable entró en el húmedo cubículo enrejado. Dos anchas bancas adosadas al muro norte y sur. Al centro, una letrina ovalada, como fuente equívoca de aguas nauseabundas. A la izquierda, entre las sombras dibujadas por la ampolleta del pasillo, dos figuras humanas que se acercaron para escrutarle. Un carterista internacional y un cogotero[1] iban a ser esa noche sus compañeros circunstanciales.

-¿Así que llegaste aquí por estafa –dijo el carterista, con insolente desenfado.

-No… Por un error de procedimiento.

-Eso dicen todos los huevones –terció el cogotero.

-¡Así que comerciante estafador! –insistió el carterista.

-No soy ni comerciante ni estafador, sino escritor, y estoy preso por un cheque en garantía que entregué al banco, cuando quebró mi editorial… Sí, yo editaba e imprimía libros; eso pasó hace diez años…

Se produjo un silencio incómodo. El contable escuchaba junto a él la respiración entrecortada del carterista, contigua, demasiado cerca, y asimismo percibía el aliento alcohólico del cogotero…

-¿Y cómo se llama usted? –inquirió éste.

Don Rafael dijo su nombre literario de batalla, con segura prosodia.

-Nunca lo había escuchado –dijo el carterista.

-Tampoco yo –dijo el cogotero… Y conste que leo bastante, porque mi padre era tipógrafo anarquista y en nuestra casa de Carrascal teníamos una nutrida biblioteca… ¿Usted habrá leído Hijo de Ladrón, de Manuel Rojas?

-Para qué preguntas huevadas –interrumpió el carterista. Por supuesto que tiene que haberlo leído, ¿verdad, Don Rafael?

El contable asintió, percatándose enseguida de un cambio radical en el trato. Reflexionó, sin decirlo, que en el mundo del hampa es mucho más apreciado el intelectual o el artista –si se quiere- que en el ámbito de las altas finanzas… El carterista le alargó un vaso plástico rebosante de café, mientras el cogotero le extendía un chalón sobre la banca-litera del lado norte.

-Aquí hace menos frío, Don Rafael… Queda usted al reparo de la ventana.

-En París, las cárceles tienen calefacción –dijo el carterista.

Y luego narró dos o tres anécdotas que al contable le parecieron interesantes. Aunque lo más curioso fue para él la profesión de fe católica de aquel transgresor internacional de las santas leyes que resguardan la propiedad.

-Tengo dos hijas en colegio católico, porque para mí es básica la formación en los principios de convivencia cristiana –ponderó el carterista. En cuanto salga de aquí, cumpliré una manda de rezar mil avemarías y quinientos padrenuestros en la iglesia de Santo Domingo. Yo soy muy devoto de la Virgen, Don Rafael.

Con rápido ademán, desabrochó su camisa y exhibió un seboso escapulario de la Virgen del Carmen.

-Yo no creo en nada –afirmó el cogotero. Pero admiro los avances científicos y la inteligencia humana.

Don Rafael agachó la cabeza, cerrando los ojos. No se sintió identificado con ninguna de aquellas proposiciones afirmativas. Pensó: “¿Qué haría Fernando Pessoa en mi lugar?”. No fue capaz de responderse. Luego, recordó la admonición habitual de su abuela chilena: “Hágase valorar, hijo, usted no es cualquier persona, tiene el don inconfundible de todo hidalgo y debe llevarlo siempre consigo”.

Una semana más tarde el escritor-contable viajó a Galicia, como tenía programado antes del traspié de su pasaporte. Debía firmar un convenio de colaboración cultural con el gobierno autónomo de Galicia. Arribó a Santiago de Compostela una tarde de fines de abril. Caía sobre la ciudad del Apóstol esa lluvia menuda, el orballo, que también llaman “calabobos” los gallegos, porque sin darse cuenta, cala hasta los huesos. Se alojaría en el Hostal Maycar, en la rúa Doctor Teixeiro, merced a la reserva oficial asignada.

A la mañana siguiente, le esperaba en la puerta del hotel un gran automóvil azul, para llevarle al Pazo de Raxoi. El conductor era un tipo alto, macizo y cuarentón. Le saludó con respeto y cortesía.

-Buen día, Don Rafael, soy Manolo. Suba usted…

-Bos días teñas ti, Manolo.

El contable-escritor cerró la puerta trasera, con ademán resuelto y algo torpe, abriendo la puerta del copiloto y sentándose con presteza. El conductor se veía desconcertado.

-Don Rafael, no puedo llevarle a usted a mi lado. El protocolo exige que vaya usted atrás, como huésped invitado.

-No te preocupes por el protocolo. Soy hijo de padre gallego y campesino, quizá como tú mismo. Entre nosotros no hay categorías.

Manolo puso en marcha el vehículo, pero no parecía estar convencido. Don Rafael persistió.

-Irei adiante e falaremos coma fillos dunha mesma nai, a nosa Terra galega. (Iré delante y hablaremos como hijos de una misma madre, nuestra Tierra gallega).

Arribaron en pocos minutos al antiguo palacio, vuelto ahora sede burocrática oficial. El conductor descendió rápidamente y abrió la puerta para que bajara el ilustre indiano.

-Graciñas, Manolo. Mira, hoxe pola tarde, que tal se bebemos unhas cervexas? (…hoy por la tarde, ¿qué tal si bebemos unas cervezas?).

-No puedo, no. Lo siento… Coja el ascensor, a la derecha. En el segundo andar está el despacho del señor Conselleiro. Ha sido un gusto. Aburiño, Don Rafael.

El escritor-contable pareció sumergirse en los vericuetos de aquel augusto y monumental edificio. Atrás quedaban doce mil quilómetros de distancia hasta el remoto sur de sures, el Último Reino de los cronistas de Indias. Vendrían después otros viajes memorables, pero aquí, en la vieja Galicia atlántica, su primera o segunda casa –según se entienda-, nadie iba a llamarle con otro nombre que no fuera el de Don Rafael.

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Rafael Moure (Edmundo, para los íntimos)

Septiembre 7, 2017 – abril 2021


[1] Cogotero: en Chile, asaltante solitario que opera por la noche en calles apartadas, premunido, por lo general, de arma blanca.

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