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EL PASADO QUE NUNCA TERMINA DE OCURRIR

La lectura de este libro de relatos que conforman una suerte de novela encubierta, se desplaza por tres ejes fundamentales: Incubación, adolescencia y esquizofrenia. La particularidad de cada segmento aisladamente considerado estriba en que constituye una unidad secuencial, una ilación preestablecida que apunta hacia un desenlace intuido en las primeras etapas del personaje-narrador.

Las historias rearman a cada instante la esencialidad de la línea argumental: el individuo, en cualquiera de sus etapas de desarrollo, se aferra a una sospechosa singularidad: el tiempo es una especie de fantasmagoría que lo obliga a ejercer el rol de un destino aciago, como si fuera un títere movido por su propia incapacidad de sortearlo, un ser cautivo sin redención posible, atrapado en sus miedos enfermizos, en sus fobias angustiantes, en su universo delirante al que ha accedido sin plena voluntad, como arrojado al basural del mundo por fuerzas antagónicas existentes al interior de una mente descontrolada -su propia mente- la que da un retrato de fuga sicogénica ya definido por el cineasta David Lynch y que no es más que el trastorno manifestado cuando se hace algo tan terrible que más tarde se torna imposible vivir con ello.

Luego, el personaje central no hace otra cosa que disgregarse en el submundo de su propia conciencia individual, aherrojado al martirio de los días y las noches, subsumido en la incoherencia de una naturaleza inhóspita, desenfrenada e inconsistente, que lo manipula por dentro y lo extravía en los placeres físicos y carnales. Los deseos libidinosos asfixiantes, la deplorable dependencia de la droga a la que acude como vías de un escape imposible lo convierten en un ser difuminado en sus torpes y angustiosos anhelos por salir de las profundidades, de ese detrito abisal al que ha caído cual ángel expulsado del paraíso y que sólo atina a deambular sin sentido por los infernales vericuetos humanos.

En la medida que su pasión se va extinguiendo los recursos inmediatos que lo sustentan, sea el trabajo, el amor casual, los placeres efímeros, la necesidad de un dinero que escurre, el extravío familiar, los constantes fracasos con el sexo opuesto, las relaciones que se esfuman carentes de sentido, en fin, el despilfarro de una juventud que se escurre irremediable, el personaje, mimetizado en la variedad de historias narradas se ahoga en ellas, se diluye en un pozo inextricable del que pareciera imposible la redención y donde «la escotilla» que pudiera abrirse para recobrar la respiración surge como una virtual lápida mortuoria.

En esta sucesión uniforme, los relatos pasan de una incubación primaria, con claras descripciones familiares e incipientes juegos infantiles hacia un suceso relevante que se deja entrever como «la caída» del personaje-niño en «esa especie de atajo» al que es llevado por un adulto desconocido que lo envenenará física y espiritualmente para siempre. Y a pesar de ello, las ansias de vivir serán un acicate para el desarrollo primerizo: intentará desentrañar el mundo adyacente y el personal ingresando a una adolescencia que mezclará los atributos inherentes a la edad y el inefable descubrimiento de la sexualidad con una pasión absorbente y definitiva: el cine.

De ahí que varias de las narraciones sean títulos homónimos de cintas que lo han influenciado: Espartaco, representa una notable simbiosis en que el filme de Stanley Kubrick envuelve al mismo tiempo una fuerte relación erótica que transforma la pasión carnal en una alegoría por la libertad, mientras en la pantalla, el héroe mítico, atravesado por el dolor, confía en el fruto con que será sucedido. Terciopelo Azul, de David Lynch, una cinta inmersa en las extrañas atmósferas del afamado director que se contrapone a la sutileza conceptual de una de las mujeres del protagonista de esta obra, que considera con cierta ingenuidad que el amor ha de ser idílico y no preso de redes sórdidas.

Después deviene ineluctable el período coincidente con el derrumbe final: esquizofrenia. Y no obstante aquello su lucidez temporal lo llevará a dilucidar espacios vedados al ojo común. Su ocasional tránsito laboral da pábulo para evidenciar nítidamente los manejos ocultos de una sociedad decadente donde el sujeto circunstancialmente acomodaticio intenta sobrevivir como cualquier hijo de vecino. Sólo que el «tumor maligno» que se entroniza en su cerebro no deja sitio incólume. Tal como lo sustenta en Día de San Valentín, el chip de la felicidad está ya profundamente dañado por una psicosis creciente mediatizada con raras voces altisonantes, con seres difusos que lo acosan, con recelos que lo empujan al despeñadero obnubilando su angustiosa necesidad de salvación. Y en ese perpetuo martirio de las noches, procura acudir a la conocida cita de Sabina Spielrein rescatada por Carl Jung: «la sexualidad verdadera aniquila al ego». Claro que a esas alturas es una simple frase de utilería: «el miedo lleva a la ira, la ira al odio y el odio al sufrimiento». Hasta para el pueblo mapuche, señalará con sorna, la sexualidad de los locos es prohibitiva, un pecado en su cosmovisión. Por ello remarcará con ironía que la frase inicial fue un desatino; lo que debió decir Spielrein es que «el tiempo aniquila al ego».

Terminará con efímeros manoteos existenciales, vivenciando uno que otro déjà-vu, aspirando El color de la felicidad, en la apologética figura de un Dios sin nombre ni rostro, donde Jesús es visto por su extravío hablándole a los apóstoles, para quedarse aferrado a una artrosis galopante que vislumbra un futuro aterrorizante donde la soledad es la antesala de los recuerdos perdidos.

Aníbal Ricci, ha reconstruido de manera notable un universo sustentado en una esquizofrenia personal como pretexto forzado para desenmascarar la abyección del mundo en que el personaje disfrazado y disgregado nace, se desarrolla y procura sobrevivir amparado en una desolación que el escritor que lleva a cuestas no puede superar, a pesar de sus intentos, de sus esfuerzos denodados, a pesar de sus desvíos decadentes y que tenazmente lo esclavizan a sus propias palabras: las que fluyen en medio de esta ecuménica pesadilla sistémica donde el amor, la solidaridad y el afecto verdaderos brillan por su ausencia.

Tal vez, el único sueño que le queda sea «conducir más rápido para llegar al final de la carretera».

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