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COBARDE, de Hugo Sánchez

Comentario de Aníbal Ricci

La cobardía es no atreverse a hacer lo que te gusta, escuchar lo que opinan los demás y amoldarse a esas expectativas. Esa es la premisa que nos plantea «Cobarde», denuncia mordaz al mundillo de la televisión, ambiente descrito con lujo de detalles, que nos presenta de la mano de conocidos rostros de la farándula criolla. Sentir la mirada del otro –postulaba Sartre–, es experimentar que dejo de ser dueño de la situación, porque hay otra libertad que le hace frente. Significa vivir de acuerdo a lo externo, en este caso particular, atento a los escándalos y rumores sin fundamentos. Andrés Valdivia es la estrella del canal, conduce un estelar de variedades y es entrevistado obligado de matinales y segmentos misceláneos. Es la marioneta del titiritero dueño del capital, el rostro que sube o baja el pulgar sin preocuparse de la dignidad del entrevistado, lo importante es mantener el rating en lo más alto, ser el enlace entre la publicidad y los televidentes, el filtro entre los ricos y pobres. Andrés Valdivia suministra un tipo de «droga» a través de la pantalla, adormece a la población con ese «pequeño gran cáncer» que es la farándula. Es un ser carismático, pero sin moral, incluso cree ser ateo. Este protagonista vive en un departamento lujoso, viste a la última moda y se jacta de ser un gourmet. Sus inicios fueron en Informe Especial, donde ejercía el periodismo investigativo, pero Don Mario (que ahora vive en Miami) le aconsejó aprovechar su prestancia y ángel en pantalla, transformándose en el rey de la opinología. Dueño de un ego gigante, desmesurado, exagera sus sentimientos y habla a todo el resto desde la altura. Su combustible es el éxito y la fama, el people meter y toda esa basura online. Es un galán nato: llega el día en que su esposa le pilla un romance leyendo sus correos electrónicos. A partir de ese día de año bisiesto (29 de febrero) se derrumba todo el castillo artificial que lo rodea. «Tienes dos semanas para desaparecer de mi vida», le dice su mujer, Ángela, a este rostro del canal que no entiende cómo le puede estar ocurriendo este impasse. Durante la primera semana vivirá encerrado en la pieza de su hija, desterrado a habitar el mismo departamento, pero sin intercambiar palabras con su familia. Todo el mundo externo se le desmorona, se adentra en la oscuridad en pleno verano, siente que dejó de ser una mariposa y que ahora es una larva que devorarán los pájaros. Sus metáforas son exageradas y desquiciadas, hace analogías entre su sufrimiento y el martirio de Jesús en la cruz. Sigue tratando de convencerse de que no es católico, pero sus comentarios van cargados de citas bíblicas. Su paranoia se manifiesta en una «voz interior» que lo mantiene cruzando la región de las Árdenas, librando su propia batalla en medio de la nieve, pero su guerra es la de un solo hombre contra el frío, la soledad, un lugar donde el enemigo es él mismo. Toda la primera parte de la novela hace referencia a La metamorfosis, debido a que su segundo nombre, Gerónimo, empieza con «G» al igual que el Gregorio Samsa de Kafka. Sin embargo, su transformación es mental, se autoflagela con palabras y pensamientos oscuros, creyéndose un monstruo. No quiere contar a su familia, la gente que lo quiere, de su fracaso matrimonial. Enfrenta su trabajo al interior del canal, tratando de evitar a los buitres que lo habitan, sabiendo que su desgracia será una veta mineral de la cual lucrarán para luego reemplazarlo por otro rostro. Conduce por la carretera, protegido por el esqueleto de metal, ajeno a las rutinas de los otros conductores. Existen escasos momentos donde recuerda a su madre, su infancia, siente que esos momentos ya no le pertenecen. Ha usufructuado de las mentiras, por lo que el mundo real (su familia) lo está abandonando. Al igual que el escarabajo de Kafka, ya no puede comunicarse con su esposa, su hija ni sus seres queridos. Ahora, cuando hace su programa, siente que el público le succiona la energía, el tiempo se detiene y lo obligan a mantener los párpados abiertos (clara alusión a La Naranja Mecánica de Kubrick). El castigo mental es infernal, ya a partir de la página sesenta al lector se le oprime el pecho. Es una lectura fluida pero sufriente (mérito del autor), valga la contradicción. Coincide con el momento en que el personaje se vuelca contra sí mismo y desaparecen los otros personajes. Para el lector resulta agobiante este monólogo interno constante e infinito. La soledad es fría y nos sitúa fuera de la atmósfera terrestre, lugar desde donde Andrés Valdivia observa un espacio paralelo al de los otros. La cobardía para afrontar el fracaso matrimonial se suma a la anterior renuncia de su vocación. Pero también hay cobardía en los otros, ese nido de buitres que no se atreven a ayudarlo para no caer en la rodada. Representan un desfile de egos a los que sólo les importa el próximo escándalo que les dé de comer. En este punto comienza a deteriorarse el cuerpo del protagonista y la metáfora de Kafka cobra realidad. Andrés Valdivia pierde diez kilos de peso, envejece su piel y su alma amenaza con escapar. Se refugia en el baño de su casa y su conducta neurótica le hace sentir que la balanza electrónica es su única aliada. El insomnio le hace huir de la luz y sus riñones son incapaces de retener líquidos. El no dormir lo vuelve un ser moral que se da perfecta cuenta del mundillo donde trabaja. «Mi personaje (televisivo) ha muerto», le dice a su voz interior y el lector relaciona ese discurso con Nietzsche, dándonos perfecta cuenta de que el personaje se considera una especie de dios, comparando sus heridas a las laceraciones de Cristo. En su delirio, cree que su metamorfosis ha empezado, que de ser una oruga pasará a ser una mariposa cuando haga un giro radical a la línea editorial de su programa: quiere dejar la farándula y volver al periodismo investigativo. Como El Loco del Tarot, siente que se encuentra al margen de este ambiente. Su futuro está vacío y viaja sin rumbo. Ha roto la rutina de ver Jesús de Nazareth durante la Semana Santa, justo cuando más necesita de la redención. Quiere volverse un periodista «honesto», pero no puede dormir. Sufre delirios. Es evidente que necesita fármacos. Sueña con un clan que le hace ofrendas (los otros opinólogos), pero revive La noche boca arriba de Cortázar, descubriendo que él mismo es la ofrenda (el comidillo de la farándula). Cree que sufre de las peores enfermedades y consulta nerviosamente a muchos especialistas. Se imagina en un ataúd mientras los rostros televisivos lo sitúan en los lugares más exóticos del planeta. La verdad y la mentira confunden sus límites, el propio Andrés Valdivia está en la boca de todos. El personaje cae en su propia trampa (el mundo de las apariencias) y se vuelve un eslabón más de la cadena alimenticia televisiva. Hugo Sánchez despliega una atmósfera despiadada que asfixia al lector que recibe de primera persona esa falta de normas morales de este capitalismo rampante.

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