Escritor del Mes

ELIANA NAVARRO UNA POETA TRASCENDENTE

Pedro Ignacio Vicuña

La poeta Eliana Navarro (Valparaíso, Chile, 1920 – Santiago de Chile, 2006), autora de una obra exquisita y profunda, habría cumplido cien años el 19 de julio de este año. Nacida en Valparaíso, se traslada, junto a su familia al fundo “El Peral”, en Trovolhue, provincia de Cautín, a sus tres años de edad. Su infancia transcurre entre los lomajes suaves, los trigales y la selva de la “sierra araucana» presentes en su creación poética, como el marco sensible en el que le brota la palabra.

A la edad de nueve años, inspirada en el poeta Augusto Winter, según ella misma ha relatado, escribe su primer poema: “A la Laguna de Trovolhue”.  En sus años como interna en el Colegio de la Santa Cruz, de Temuco, mantiene un cuaderno de apuntes en el que va escribiendo sus poemas, muchos de los cuales, ya a sus catorce años, aparecen publicados en la revista “En Viaje” y en la revista “Margarita”. Su voz se nutre con la poesía de los clásicos españoles, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, con Machado y García Lorca, con la profunididad terrena y cristiana de la Mistral. 

Su poesía fue largamente celebrada por Alone (Hernán Díaz Arrieta), destacada en varias antologías extranjeras, premiada no pocas veces, celebrada por Juvencio Valle, Humberto Díaz-Casanueva, Gastón von dem Busche y tantos otros que sería largo citar. Con una activa participación en el ambiente literario de la llamada Generación del 50, fue una de las fundadoras del Grupo Fuego de la Poesía de gran convocatoria y profusas actividades en la década de los 60, fue delegada al congreso del Pen Club de Frankfurt del Maino, en 1959, delegada de la Sociedad de Escritores de Chile al Encuentro Mundial de Mujeres por la Paz, Moscú 1963.

La poesía de Eliana Navarro es de certezas profundas y, también, de interrogantes sin respuesta, como aquellas que nos aquejan a diario frente a las incertezas del mundo. Sin embargo, una certeza inamovible en su poesía, es aquella que siente la expresión tangible de Dios en la naturaleza, en la materialidad de la vida; en una entrevista, quizás parafraseando al salmista, afirmó que “el cielo, el viento, las nubes, cantan la gloria del Señor.”

A raíz del sentido religioso que se despliega en muchos de sus versos, especialmente en esa gran obra que es La Pasión según San Juan, se la catalogó de poeta religiosa, lo que si bien no deja de ser acertado, en un algún sentido restringe  la mirada que podemos dar a los universos en los que su poesía transita. Siendo profundamente religiosa, su poesía no está, para nada, limitada a la concepción cristiana de lo divino, sino, más bien, se trata de una poesía que tiene la valentía de addentrarse por caminos  de orden místico, de dar cuenta de la gran angustia que produce la conciencia de haber perdido la comunión con el universo, de saberse sola, a causa de esa pérdida; de saber que el ser humano es incapaz de comunicarse en plenitud con los otros, porque la palabra no alcanza para dar cuenta de la inmensidad del universo y de las profundidades del alma; que no alcanza para nombrar el misterio que en cada uno habita.

Desde esa condición, como si se tratara de una exiliada del cielo y de la tierra; de esa sensación de ajenidad del mundo, tal como la humanidad lo ha ido convirtiendo – quizás  porque el hombre se destruye destruyendo –,  el ser humano, en su indolencia, la abisma y la asombra, la lleva a alzar su voz; lo insondable del alma humana, el sin sentido de la guerra, el horror de la barbarie, la falta de amor, el odio, la violencia, la incerteza de este tránsito, de este trance, el ser humano capaz de una soberbia inconmensurable; las honduras insondables del alma, del espíritu y sus fantasmas están presentes en su poesía. Un amor profundo, recorre su poesía y se hace voz, verso, palabra que se pregunta el por qué del odio y del horror, mostrando cómo el amor está siempre presente, incluso escondido en el corazón del lobo, como San Francisco.

Nada le es ajeno, la estremece la hondura de la existencia, sus interrogantes, la sensación de que hay algo indescifrable que desentrañar. Lo vislumbra en su tierra sureña, lo percibe en sus nostalgias, en la extrañeza de la conciencia. “¿Vienes de dónde, viento? / ¿De los grises barrancos / donde las quilas tejen su maraña? / […]  Con tus manos de duende, / y con tus pies de duende / desgarra este silencio, / esta sombra, esta nada” De la misma manera busca desentrañar una esencia, a veces ignota, que la habita y que de vez en vez se asoma: “Hacia adentro, muy hondo, / donde la risa tiene el temblor del sollozo, / donde los ojos miran sin temor de mirarse, / me contemplo al espejo de imágenes borradas, / y ya no sé quien soy, / ni qué río me arrastra, / ni qué fulgor me ciega.”

Pero no es sólo esa extrañeza de sí misma, hay un universo oculto que se manifiesta  en una memoria indefinible que, insistentemente, se hace presente: una voz que desde algún lugar, que alguna vez fue, la llama, le dice y, a veces, le revela: “Sabía que existía esa voz, / esa clara voz mágica: / que me estaba llamando / con las varas del mimbre / o detrás de las nubes, / cerca de las estrellas rezagadas.” O “¿…donde el trigo / te cuchichea efímeras palabras?…”

Esa voz es una señal que parece provenir desde la memoria. Pero no de una memoria, necesariamente, personal, no desde una mera nostalgia de la infancia; se trata de una memoria que no transita por los derrroteros de la mera nostalgia; no es que sólo añore sus tierras sureñas, que busque mantener imborradas las imágenes de la infancia. No, es más bien una memoria que parece venir de un lugar inexplicable; como dice Simone Weil acerca de la espiritualidad griega, “se trata de una memoria que es el principio de la remniscencia platónica y de la memoria dolorosa de Esquilo. Es el conocimiento de las cosas divinas.” Es esa voz misteriosa que la llama “detrás de las estrellas rezagadas” y que la hace saberse lejos, “donde la voz no alcanza. / Donde la nieve / puede ser un ensueño / o una mortaja; / donde las hojas vuelan arrastradas / y un viento negro y húmedo / se me pega a la cara.”

La poesía de Eliana Navarro es sutil, delicada, amorosa, profunda; de certezas y de dudas plena, sin pretensiones ni aspavientos. La recorre un invisible estremecimiento frente el mundo que se abre ante sus ojos: la naturaleza como la fuerza primigenia de la vida y demostración de la existencia de Dios: “Dios está en el paisaje, abierto, omnipotente, / surgiendo desde el hondo clamor de la montaña / rodando con el blanco rodar de la vertiente, / ¡Todo el rumor del mundo va cantando en su entraña.”

Ese mismo estremecimiento le produce el mundo del hombre avasallado por la dureza del odio y la falta de piedad: “Canta, joven rabino, / de pie en la sinagoga más antigua del mundo. // […] Canta: que duela bajo la piel la cifra / de los tatuados por las hordas bárbaras / y sangren en los muros / los nombres de los sacrificados / incontables como arenas del mar.”  O la visión del niño suplementero dormido: “Sobre el césped, tendido, / bajo el cielo exultante de arreboles,/ entre los Tribunales de Justicia / y la Casa de los Legisladores, / el pequeño rapaz suplementero, / cansado de vocear los diarios de la tarde, / con ellos por almohada, se ha dormido.// […] // yo quisiera adentrarme por su sueño: / Doradas galerías, luminosos anillos, / hacia mundos de azul omnipotente / saltando del violeta hacia el topacio, / del rojo al amarillo, / […] No hagáis ruido. Aún no ha despertado. / Dejémoslo en su sueño sumergido. / Acaso él es el único que está despierto / y quienes lo miramos, caminamos dormidos.”

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