Escritor del Mes

EL HOMBRECITO

EL “F A L T E” H A B I A encendido fuego al pie de una roca grande, baja y plana. Sobre ella se veían diseminados: un pan redondo y tostado, un cuchillo y pequeñas bolsitas que, seguramente, contenían sal, azúcar y yerba; también un mate. Apoyadas en la piedra, sujetas a un extraño aparejo, descansaban dos bolsas marineras repletas. Sobre el fuego hervía la tetera, sucia de time, y al lado, en improvisada parrilla hecha con dos fierros, se doraba en las brasas un cuarto de costillar de cordero. Goterones de grasa destilaban chisporroteando en el rescoldo. El ambiente olía a sabrosa carne asada.

Bajo el cielo, de un cristalino y fresco azul, el hombre descansaba adosado a la roca, sentado en el suelo pedregoso de la playa. Fumaba. De frente tenía el canal lnchuroso rizado y transparente; más allá, en la orilla opuesta, otra isla de colinas suaves y verdegueantes, cultivadas. Las gaviotas volaban yendo y viniendo de una a otra margen, quebrando el silencio con sus gritos estridentes. A veces, en súbito giro, rectas como una pedrada caída desde lo alto, se hundían en el agua quieta y azul casi sin romperla. Un leve círculo se expandía en la superficie bruñida, apenas trizadas. Pelicanos de aspecto solemne flotaban a ras del agua y, de repente, no se sabía cómo, desaparecían de la vista para reaparecer engullendo algún pez. Distraído, el hombre seguía el vuelo de las gaviotas haciendo girar, entretanto, el asado encima de los fierros para que no se quemara. De tanto en tanto cogía un palo seco o alguna piedrecilla para lanzarla con fuerza al agua. El sol picaba recto sobre su cabeza.

«Antes de almorzar -pensó- me empelotaré y me daré un baño». Miró a su alrededor. Nadie ni nada turbaba el silencio. Se alzó y fue hasta el arroyuelo que, bajando desde las colinas, corría semioculto entre cañas y matorrales por un lecho pedragoso de playa. Bebió grandes sorbos de agua con fruición. Se echó algunas manotadas a la cara. Volvió a beber, escupió y luego se secó la boca con el reverso de la manga. Regresó a cuidar su asado.

«¡Qué mundo distinto! -reflexionó-, ¡Qué diferencia: el Continente y las Islas! Era como otro país».

Un leve ruido lo hizo ladear la cabeza hacia arriba, al camino real. Venía alguien. Los vio asomar por entre los arbustos: primero la cabeza de la mujer portando encima una bolsa llena, y luego los vio descender a ambos, a ella y al niño, por el sendero que bajaba conduciendo a la playa. El niño, de unos once años, caminaba adelante cargando un saco al hombro. La mujer traía, además, un cesto en cada mano. Al verle intercambiaron rápido dialogo en voz baja y hasta él sólo llegó el acento cantado de la conversación, no las palabras. En la orilla de la mar se detuvieron y depositaron los bultos sobre el pedregullo. Susurraban animadamente entre ellos. En ningún momento los había visto mirarle. Pausadamente el chico se dirigió hacia el grupo de matorrales que crecía a los lados del arroyuelo y avanzaba adentrándose en el mar. Al poco rato sintió el ruido de un remo golpeando en el fondo bajo rocoso de la orilla luego reapareció, ahora navegando en un bote que se mecía sosegadamente. Lo vio izar la piedra que servía de anda enrollar un cabo que tiró al fondo del bote. Después remó flojamente yendo hacia la mujer que, vuelta en dirección al mar, lo esperaba junto a los bultos. Ni una sola vez se volvieron hacia el falte. Ayudado por ella arrastró el bote hasta dejarlo tumbado sobre las piedras. Cargaron los fardos y canastos. mientras lo hacían, sostenían rápido e inaudible diálogo. Inesperadamente, la mujer, se volvió hacía el «falte» y 1e dijo con su tono cantadito:

-¿No tendría alguna ropita de «medio uso» que me vendiera?-. Se acercó a él. El chico, entretanto, parecía estibar la carga dando vueltas alrededor del bote.

-Es claro. Acérquese -la invitó y poniéndose de pie fue a hurgar en sus bolsas. Motones de vestidos multicolores, de percal, seda y algodón, fueron cayendo y esparciéndose sobre las piedras. La mujer miraba. El hombre se inclinó, y uno por uno, sacudiéndolos en el aire para que se extendieran, se los fue mostrando; en seguida los alineó, uno al lado del otro, encima de la roca plana. Ella le contemplaba hacer, sujetándose las manos unidas fuertemente, estrujándoselas sobre el vientre. Toda su cara sonreía. Sin embargo, se estaba quieta, mirando. Nada decía. Cuando el hombre terminó su operación de prestidigitador, ella miró la otra bolsa aún llena y le interrogó con el gesto.

-Elija. Vea, mire Ud. misma ¡qué calidad! – y como para comprobarlo tomó al azar uno de los vestidos y lo hizo restallar tirándolo cogido entre sus manos.

Recién, entonces, indagó la mujer: -¿No hay más?- y clavó significativamente la vista en la otra bolsa todavía llena.

-No, son cosas mías -explicó-. Esto es todo.

Imperceptiblemente, el muchachito, se había acercado dos o tres pasos. No se podría decir que los mirara. Mordisqueaba una ramita próximo al bote y parecía entregado a sus propios pensamientos.

-Pero vea, vea…, estas son telas -elogió su mercancía haciéndola restallar de nuevo…durables, no se rompen. Ud. se acaba y el vestido queda. Y mire ¡qué lindura! -To­ maba ora uno ora otro vestido, exhibiéndolos en fugaz remolino de colores haciéndolos girar ante los ojos extasiados de la mujer que los examinaba sin tocarlos, callada. -Vea, vea por Ud. misma -repetía incitándola. Le puso varios vestidos en las manos. –Véalos, tóquelos a su gusto.

Acarició con timidez las telas. Se la veía cohibida, el rostro moreno y húmedo, encendido de rubor. Los hacía girar torpemente, palpándolos con la piel gruesa y áspera de sus yemas más habituadas al agua de mar y a las faenas rudas. Pero siempre, todo el tiempo, en los ojos, en las mejillas, en las comisuras de la boca, le bailaba una sonrisa dulce, maravillada. Poco a poco fue perdiendo la cortedad, el envaramiento, comenzó a manosear los vestidos, separándolos en dos montones que puso a cada extremo de la piedra. El hombre, de vez en cuando, para darle mayor libertad, se preocupaba de su asado que trascendía mezclándose al fresco olor salino. El muchachito continuaba junto al bote en actitud que no era ni de apremio ni de espera. Semivuelto de espaldas simulaba ignorarlos. Sin embargo -el falte podría  jurarlo- no obstante su aire despreocupado no perdía detalle.

Transcurría el tiempo con lentitud. Finalmente, la mujer eligió algunos vestidos que colgó de su antebrazo. Con los que quedaron hizo un solo rimero que apartó hacia un lado. Consideró detenidamente su última selección. De entre ellos eligió tres. Sólo entonces recurrió al chico. Se los mostró.

 -¿Le gustan…? cierta inquietud tembló en su voz. No respondió. Inclinó la cabeza en imperceptible señal de asentimiento.

Ella le miró dubitativamente. La sonrisa, detenida en el rostro, comunicábale un aire tenso, de expectación, casi de angustia.

-Pruébeselos, madre -replicó lacónico.

-¿Aquí…? -La duda, el pudor, le arrebolaron la cara.

-No. Ahí, detrás de las matas. -Se las señaló con el ademán de su brazo extendido.

Ella miró al hombre. Dudaba.

-Es claro…, claro. Vaya no más. Pruébeselos bien.

Desentendiéndose, se dedicó al asado. Absorto en su labor parecía haberse olvidado de la mujer que, parapetada tras las matas agitaba las ramas mostrando, a través de ellas, retazos de coloridas telas. El olor del asado excitaba el olfato, mientras, en el ámbito quieto y azul, las gaviotas trazaban caprichosos arabescos que interrumpían de pronto en un ángulo recto que descendía vertiginoso, despeñándose y yendo a romper el agua dormida bajo el sol. Con calmada fruición, el «falte» limpió la hoja del cuchillo en su pantalón y cortó una lonja de carne del borde del costillar. Alzó la cara y se atiborró la boca con él «En su punto», observó y deseó que la mujer terminara de una vez, pues, tenía hambre. «Si no lo retiro pronto del fuego se secará demasiado, pensó, y si lo hago, se enfriará. Hace mal el cordero frío».

Como un extraño fantoche, todavía más grotesco en marcado en ese paisaje, de detrás de las matas surgió la mujer. Mantenía los brazos alzados por sobre la cabeza y el vestido, a medio meter, le cubría el rostro.

«Semeja una mula, con la cabeza cubierta, lista para cargarla» -se le ocurrió al «falte».

No se había quitado sus ropas, únicamente el pañolón negro, de forma que la falda gruesa de lana le sobresalía un palmo por debajo del vestido de algodón y las mangas de la chaqueta, atascadas en las otras más estrechas y cortas, la obligaban a llevar los brazos en alto. Permaneció ahí, parada manoteando, dando resoplidos y voces entrecortadas que acompañaba de sofocadas risas. -No me entra ni me sale -alcanzó a decir y en ese momento dio un traspié y rodó yendo a caer a los pies del “falte”.

La ayudó a pararse. El chico no se movió.

-Es que no desabrochó el vestido -le explicó con seriedad, a pesar de que, interiormente, se estremecida de risa. -A ver, déjeme ayudarla -y procedió a aflojarle el vestido, abotonado en la espalda, bajo la mirada sesgada y vigilante del niño.

No sólo se lo desabrochó, sino, convertido en improvisado modisto, se lo tironeó hacia abajo procurando hormárselo al cuerpo. Logró meterla dentro de él; pero, sin duda, le venía chico. Una mueca de desilusión torció la expresión del «falte»:

«¡Imposible ajustar la espalda¡ ¡Inútil forcejear -se dijo-, siempre le quedaría abierto! Y no tenía tallas más grandes. ¡Trabajo perdido! ¡Lástima de asado!».

En ese momento, la mujer se dirigió al niño. Avanzó algunos pasos se detuvo. El chico se aproximó dos o tres. Con los brazos caídos lacios se ofreció a su juicio crítico. Se la veía cohibida en su candor desmañado y púdico.

Está bien -dijo él-. Póngase otro.

Desapareció en el breñal que volvió a agitarse como ahí sobreviniera una silenciosa lucha de bestias invisibles. Filosóficamente, el «falte» comenzó a engullir su asado, como si lo que acontecía tras los matorrales nada tuviera que ver con él.

Apareció, otra vez, en muda exhibición, la mujer. Ahora se había quitado la gruesa chaqueta y la llevaba sobrepuesta. Mantenía siempre ese aspecto exento de coquetería, de ingenua docilidad.

-¡No! -exclamó rotundamente el chico-. Ese, no.

A la tercera vez -el «Falte» engullía su costillar arrancándole grandes mascadas- fue ella quien expresó con desaliento: -Este sí que no. Me queda muy escotado. -Lloriqueaba al hablar y, al hacerlo, mantenía fuertemente asidas las solapas de su viejo paletó, cruzándolas sobre el pecho para cubrírselo. Permanecía irresoluta aguardando.

«Igual a un perro castigado que le menea la cola al amo» –comparó el “falte”.

-Lástima, es bonito.

Se estableció un breve y extraño silencio, algo suspenso que iba de la mujer al niño, conectándolos. El hombre los miró con curiosidad, depositó el resto de costillar en una punta de la parrilla y se limpió la boca con el dorso de la manga. Se frotó las manos en el pantalón, meticulosamente mientras observaba. “Lo mismo que a un perro sentado delante del amo esperando el hueso que le sostienen en lo alto. Eso parece ahí parada, tiesa, sin pestañar siquiera, con la vista fija en el chiquillo».

-Póngase el primero, otra vez -ordenó con suavidad el niño.

La mujer se alejó trepando hacia las matas que empezaron a moverse como si un invisible viento las zarandeara. Salió casi en seguida, hurtándolas con el cuerpo. Vestía su viejo paletó encima.

El chiquillo se acercó. Se detuvo a dos o tres pasos y la estudió ron detención. El ademán de hombre, grave, mesurado. Le dio una vuelta en torno.

-Quítese el paletó-. Su voz sonó tranquila y suave.

-No me junta en la espalda -declaró enrojeciendo.

-No importa –respondió el muchachito. Y mientras ella se estaba ahí, con la chaqueta colgando de sus manos inertes, él volvió a rodearla con su apariencia adulta. Su semblante reconcentrado, nada expresaba.

Con lentitud se acercó a la roca, tomó los vestidos que a se había probado su madre y con ellos en las manos, interrogó al «falte»:

-¿Cuánto?

El hombre cantó los precios.

-Muy caro -replicó el niño.

-No son caros -se defendió el otro-. Son telas de primera y están bien confeccionados. No son pacotillas-. Y de nuevo, como un prestidigitador, hizo restallar en sus manos el género firme-. Y los colores no destiñen…, son firmes y bonitos. ¡Mire, qué bonitos! No se ven, no se conocen en estas islas. Ni siquiera en Puerto Montt los halla Ud. de esta calidad-. Se dirigía al niño de hombre a hombre.

-Son de medio uso -objetó cortante el chico y calló. Se advertía en él cierta superioridad de negociante avezado que sabe cómo hacer desmerecer y rebajar la mercadería que se le ofrece.

-Sí son de medio uso -reconoció-, pero valen lo que pido.

-No es nunca igual que ropa nueva -se obstinó-. Es medio uso y desmerece-. Y como si ya no le interesara y sólo hiciera la pregunta por curiosidad, señaló a la madre:

-¿Y ese?

-Mil doscientos pesos -indicó el «falte» solamente al decirlo se dio cuenta de haber rebajado de antemano el precio.

-No los vale. Sáqueselo, madre.

La mujer inició unos pasos hacia su escondrijo entre los matorrales.

-Bueno…, para que se lo lleve… Digamos, mil-. Pensaba en su costillar, enfriándose sobre el rescoldo ya apagado. «¡Carajo de gente jodida!»

-No. Es mucho. Además, le queda chico -y mostró con la vista a la mujer que trepaba con desgano hacia los matojos.

-Si, pero tiene muchísimo género adentro, en las costuras. Se puede arreglar. Ella misma puede hacerlo. Nada más que con darle el género que tiene en las costuras está todo arreglado.

La mujer trepaba sin avanzar.

-Se puede arreglar? -gritó el niño.

-Sí, quizás sí, tenga arreglo. Tiene algo de género adentro, no mucho -continuó subiendo sin adelantar.

-Apúrese madre -la urgió.

-Bueno -dijo el «falte» y pensó: «Tantas molestias para nada». Miró de soslayo el resto de su asado, indudablemente frío. -Bueno, para que no digan que no le doy gusto a los clientes, digamos novecientos.

No contestó de inmediato. Parecía pesar la oferta; el rostro moreno, inclinado y grave.

-Mucho. Si quiere…, por las molestias. ochocientos.

-¡Ochocientos! Pierdo plata. Piense… Pero bueno, -aceptó con rapidez al ver que el chico se dirigía al bote- por ser a Ud., ya; se lo dejo en ochocientos.

Pero el muchachito «siguió andando, se agachó sobre el bote el «Falte» pudo ver en seguida que de un pañuelo anudado extraía y contaba billetes. Regresó llevándolos en la mano. El pañuelo anudado babia desaparecido misteriosamente.

Desde arriba, metida entremedio de los arbustos, la mujer atisbaba. Su cara pareció aflojarse de pronto distendiéndose en una sonrisa.

-Vamos madre, apúrese.

-Voy a sacarme el vestido -explicó. En sus labios jugueteaba una sonrisa incrédula. -No me demoro nadita.

– No se lo saque. Le queda bonito-. Le tembló una suerte de virilidad extraña, desusada, en la voz. Por primera vez la contempló abiertamente. Ella venía bajando por la suave pendiente, resbalando por el pasto ya trillado. Traía en la mano la chaqueta y el pañolón negro. Descendía a saltitos, ágil y liviana. Bajo el sol, las anchas franjas verticales del vestido, azulinas y amarillas, despedían violentas, lujuriosas llamaradas.

El «falte» contó, dobló los billetes y los guardó en un bolsillo del pantalón. Acto seguido atacó el asado. Estaba frío. «¡Qué diablo!, mal vendido pero vendido. ¡Diablo de chiquillo».

-Vamos, madre, apúrese para que aprovechemos la marea.

-Y ¿me voy a ir así?, ¿con el vestido puesto? No me abrocha en la espalda.

-No se lo saque. No importa. Le queda bonito -repitió. Póngase la chaqueta encima. Así no se le nota.

Conversaban en voz baja. Chupando las chuletas, el “falte» fisgaba.

-Y ¿qué dirán los poblanos? Que me vestí por el camino. Dirán que salí de una laya y vuelvo de otra.

-Y, ¿qué le importa? Por qué tendrían que saber dónde lo puso. Bien podría ser en Puerto Montt, ¿no?

-Es verdad.

-Y ¿qué le importa lo que digan? Para eso es suyo. ¿No? Para eso se lo compré -la voz del chico vibró de orgullo- con mi plata, ¿no?

Sus voces se iban alejando. Entre ambos empujaron bote echándolo al agua. La mujer, antes de saltar adentró. se tomó las faldas y las acarició. Su rostro, terso húmedo. resplandecía de secreto júbilo.

Suavemente los remos se hundieron en el agua. Acompasadamente. Por mucho tiempo perduraría en la mente del «falte» el rostro maduro y grave del niño. Pero en ese momento, solo murmuro para sí: -«¡Putas el hombrecito carajo!»- y prosiguió royendo la chuleta mientras poco a poco el bote se diluía en la lejanía del canal.

25/agosto/1961

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