Escritor del Mes

El escritor del mes: Rosamel del Valle

Por Fernando Arabuena

En un tiempo en que nuestra vida cotidiana está regida por la inmediatez y la presencia de aquello que solo vemos y “está”, Rosamel del Valle aparece como la inminente puerta que, en el silencio marginal de la poesía, despierta esos parajes ancestrales de nuestra dimensión humana totalizante; un camino deliberadamente oscuro e iniciático de lo poético, habitado por el mito de Orfeo, que descendió al inframundo para ir en busca de Eurídice o todo aquello que amamos.

De esta manera, la poesía de Rosamel del Valle es un fenómeno que trasciende las limitaciones de la realidad cotidiana, y que al momento de entrar en contacto con ella es percibida como una experiencia vital, según René Olivares Jara (2016). Es decir, desde aquella distante dimensión tiene el efecto transformador en nuestra proximidad.

Así, tarde o temprano nos encontramos con “Rosamel del Valle, Poeta Órfico”, de María Eugenia Urrutia (1996), citando la estructura en la lírica moderna de Hugo Friedrich, quien nos dice que la poesía moderna tiene una tendencia al hermetismo (Rimbaud, Mallarmé, Vallejo, Eguren, Adán, por ejemplo), uniendo el hechizo a lo ininteligible que él llama “disonancia de la poesía moderna”, donde  la significación se escapa constantemente, resistiéndose a ese proceso de desambiguación que Urrutia descubre tan bien en la poesía de Rosamel del Valle.

Nuestro destacado poeta creacionista Vicente Huidobro no quedó indiferente al leer su libro “País blanco y negro” (1929), expresando, con la sinceridad que lo caracterizaba:

“¡Qué seguridad en sus trazos, qué riqueza de gama! Me reconcilia Ud. con Chile y con toda la América, me pone optimista respecto a nuestra raza. Pienso acaso haya otros, acaso puedan nacer otros”.

Sin duda, Rosamel del Valle ( Moisés Filadelfio Gutiérrez Gutiérrez) es uno de los poetas chilenos más importantes del siglo XX. Nacido en Curacaví el 13 de noviembre de 1901,  emigró a Santiago aún niño. Al morir su padre, en 1918, debió dejar sus estudios y trabajar como operario linotipista para mantener a su madre y a sus numerosos hermanos. Luego ocuparía diferentes oficios, como los de reportero ocasional y funcionario en el Servicio de Correos y Telégrafos.

Su primer libro, “Los poemas lunados”, fue publicado en 1920 y hecho desaparecer casi totalmente por el autor, lo mismo que otros poemas de la época. En 1925, como integrante del grupo Ariel, editó la revista y publicó textos con el seudónimo Iván Petrov. En 1926 publicó “Mirador”, al que siguieron “País blanco y negro” (1929), “Poesía” (1939) y “Orfeo” (1944), una de sus obras fundamentales.

Además de poeta y cronista, también incursionó en la narrativa con el libro de cuentos “Las llaves invisibles”, en 1946, y las novelas “Eva y la fuga” (1970) y “Elina, aroma terrestre”, en 1983.

Su amigo, el poeta Humberto Díaz-Casanueva, con quien llevaba una larga amistad y mutua admiración poética, lo ayudó para ser contratado como corrector de pruebas en la oficina de publicaciones de la ONU en Nueva York, ciudad a la que emigró y donde conoció a Thérèse Dulac, con quien contrajo matrimonio en 1948.

Luego publicaría “El joven olvido” (1949), “Fuegos y ceremonias” (1952), “La visión comunicable” (1956) y “El corazón escrito” (1960), además de su ensayo sobre la poesía de Humberto Díaz-Casanueva, “La violencia creadora” (1959). En 1962 regresó a Santiago de Chile junto a su esposa y publicó “El sol es un pájaro cautivo en el reloj” (1963). De manera póstuma, en tanto, apareció su libro “Adiós enigma tornasol”.

El 22 de septiembre de 1965, murió Moisés Filadelfio Gutiérrez Gutiérrez, quedándose para siempre Rosamel del Valle en lo más alto de la poesía nacional, y en cada puerta que sigan abriendo sus lectores en su poesía.

De nuestro destacado vate, disfrutemos algunos de sus poemas.

ORFEO (1944)

He aquí una fuente para dormir, una claridad sin abrirse,

Sola en el tallo del sueño.

Bienvenido, viajero devorado que te asomas

Ciego desde el agua a la tierra.

Todo se vería pasar por un puente de vidrio

Sin la oveja de la sangre, abatida de calor.

Pero no el cántico, el gozo, el cuerpo asomado

Por detrás de los árboles del infierno;

La luz en el abismo, el paso hacia atrás.

Día de los días oh, imagen viviente sobre el fuego,

Vestida de ángel detrás de los cielos

Y de las cosas petrificadas que celebran la muerte.

Alrededor, nada más que alrededor:

En las bodas del agua y del fuego.

O en la ascensión del pez infernal

¿Vienen los coros? ¿Viene la espada del trueno?

¿Los cánticos blancos? ¿Gimen los dioses reunidos?

Alrededor, nada más que alrededor.

Nadie sale al encuentro. Nadie cubre las huellas.

Al fin en el espacio que cruzan ángeles y demonios,

Y donde el hombre se quema los pies.

Pero el agua, el agua muerta revive y lava la noche.

Y todo se queda alrededor, nada más que alrededor.

I (1-23)

Fábula, fábula. La hermosa fábula del luto.

En alguna parte la estrella y en alguna altura las llaves.

Alrededor, nada más que alrededor.

Oh, la sal perdida de la boca

En la orilla movible de la tierra.

El hombre sin coros, el hombre tras de sí,

Perdida la edad, cálido, radiante, reunido.

Tomado de la mano por la noche

Entre serpientes y lluvias

I (32-40)

El descenso, nada más que el descenso por vertientes de fuego,

Por arte de tinieblas, al borde del vaso donde las bocas

Viven la diabólica ebriedad de la abeja.

La eternidad en un puente melodioso, en un acto sin ruido,

Debajo de las sirenas anidadas,

El descenso, nada más que el descenso. Y todavía

Humedad terrestre, soles, colinas, aguas armoniosas, tempestades

Asidas al cuerpo sin luz, al ruido, al horror.

¡Eurídice! ¡Eurídice! Este es el lecho que huía

En las barcas silenciosas de tu cuerpo

Lo soñado en los cantos de las colinas,

El pecho cruzado por el amor, los ojos anudados.

Aparta el miedo y sus artes, corta las llamas de raíz.

¿Qué es la respiración del hombre entre los hombres?

Oh, nuestra noche, una varilla ardiendo; febriles voces

Con el rayo del corazón fuera de los anillos.

Unidos en la copa volcada deseábamos contenernos,

Ir hacia el cántico arrojado a las hogueras

Por bocas selladas por la bella araña de la muerte.

Pero yo había soñado y el sueño es una tijera

Abierta por los ángeles de la noche.

I (80-100)

Al sonido errante de Eurídice y a lo que su sueño

Cruza de pronto entre los animales que la visten.

Oh, dedos míos, y lengua sin fortuna.

Colinas donde me senté más de una vez entre los fuegos.

Sonido terrestre y mío, nortes desatados

Y tempestad invasora del ritmo y de la tranquilidad.

Pero mis artes llamaban al lecho del trueno

Y a su huevo a la lluvia, a los pozos al viento.

¡Artes mías! El cielo abría las cascadas,

La tierra ascendía entre las tablas del alba.

Se me debió oír poblar soledades. ¿No tuve siempre pies

Para pisar raíces y piedras en el aire?

Mi garganta decía: «Venid, seres del miedo, venid.

Venid, imágenes desgarradas, fuegos tenebrosos;

Mundo brillante de imanes, visiones de los bosques.

Los túneles crearon la encantada salida».

II (116-131)

Y decías: «¿Qué fuego es ese? ¿Se quiebra alrededor?»

Me reconocéis en la propia eternidad aguda,

En el mundo cerrado del fuego.

¿Por qué una doble llama? La de aquí es la del abismo,

Única en el aceite, en el himno ronco, en los cabellos.

«Conocemos la fábula: Habéis cortado el rayo.

Y la visión corre detrás de ti en la noche.

¿Devora al ser, cuerpo y ramas? ¿Petrifica las cosas?

¿Le ama el hombre o le teme? ¿Es suyo el enigma?

Venid, cuidad las manos.

Aquí el calor es la respiración, el padre terrible:

Del ser al fuego, del fuego al ser, en las tinieblas.

A cada paso el agua, pero qué lejos de la boca.

Igual que coger la raíz de la estrella. Brasa de la lengua,

Temido tesoro. Y se puede dormir en él como en un seno.

Pero los ojos cesan de cantar. El vino se evade».

Y es verdad, he cortado el rayo que cantaba

Y su visión corre detrás de mí en la noche.

Las gavillas del terror golpean, lucen, penetran,

En desgarrados himnos de olvido.

III (164-183)

Prometeo, no. Orfeo, no. ¡El hombre! ¡El hombre! Oídlo, exilados.

El hombre eterno, el hombre a la vez dichoso e infeliz.

Y he aquí mi varilla, la claridad quemante.

¿Somete? ¿Petrifica? Quitad los ojos de encima.

Romped la noche sin vino, vaciad la cabeza.

Vuestra muerte es la obscuridad reducida.

Aquí tenéis las lámparas que escriben, los coros de piedra,

El libro que hace ruido, el cántico en un vaso.

Y vais a gritar: «¿Orfeo Orfeo! ¡Aquí tenéis a Eurídice!»

Y yo os digo: Salid, salid estatuas del miedo,

Costumbre de la angosta noche en el cuello.

Toda salida se hará estrecha debajo de mi lengua.

Vuestras voces destinadas están a las piedras.

¿Qué podréis tocar aquí, confundidos, opresos?

Una losa partida os cuida del tiempo, un sol de luto os mira.

La espada de fuego sigue en flor a vuestras puertas.

«Bella es tu lengua, hijo de la noche, pero ataja su brillo.

Nuestras artes sobrepasan la piedra y el abismo.

Mas estamos cerrados para el cántico, solos para la gracia;

Como la madera, viejos para el sueño;

agrios para la luz de frente y mejillas abiertas.

¿Cuál es el fuego desconocido? ¿Cuál es el fuego donde tu boca

Luce el desgarrado imán de la noche?»

Mirad las naves que naufragan en mis manos, el sol destapado.

La memoria del hombre detrás de su sombra sin luces;

Cemento de día, vivo collar deshabitado si duerme.

Los jardines del mundo le huyen. Los océanos rompen el oído.

Desde la profundidad abandonada… ¿Y qué espacios cerrar

En las mismas puertas suspendidas de la muerte?

Vuestra cabeza rechaza el aire y lo que adora

Pasa sin ser tocado, vibra sin dar brillo, tiembla

En el duro cristal de las llamas rechazadas.

¿Los labios cesan de cantar, el vino se evade!

Todo aquí luce muerte, tal es el olor a piedra.

Todo se mueve en un círculo de tenazas ciegas; todo retrocede

Deshaciéndose en una medianoche sin música y recostada

En el fastidioso vapor del infierno, en la muerte sin madre.

Ved aquí mi lámpara de lúcidos granos, de adobes traspasados.

El fuego, mi fuego la copa sutil y la tempestad.

La boca y el castigo. El movimiento, las visiones.

Mágico resplandor, padre de los muertos.

III (211-251)

POESÍA (1939)

Carmen

Color del paisaje sonámbulo de mis huesos

Sin amarras de nidos que destruyan la angustia.

La sal alza su mundo de estatuas en un ruido de manos.

Columnas desde los dedos hasta el centro de espacio

A quienes se obedece como a un ritual que impone su imagen.

Todo crece demasiado cerca y el eco que se debe ser entre objetos y personas

Sangra el cuerpo de un mar huidizo y negro

Mientras peces, los animales, los insectos y los signos dormidos

Rodean el lecho en cuyo césped la muerte escucha mi viaje.

Alas al oído

Instrumental de colores en que duermen los deseos.

Abejas, arañas, signos, presentaciones.

Temblor de angustia que viene de otras imágenes,

De los hornos un poco a obscuras a causa de la memoria que duerme.

Violento despertar entre carbones de ojos azules y palabras brillantes,

Invasión de fuego por arenas celestes,

Isla donde el cuerpo reposa en un color de serpiente,

Olas con labios pesados de enigmas.

Los años que desciendo por esta escala de relámpagos.

Los años que busco la estrella que la visita y que se aleja dejando sus trenzas olvidadas.

Línea de cifras en el espacio de peligros.

El oído y el mundo y la imagen que al irse cierra las puertas detrás de la sangre.

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