Entrevistas

«La poesía es siempre una búsqueda por la ciudad de la imaginación»

Conversamos hace unas semanas con el poeta, miembro de la Academia Chilena de la Lengua. Presidente de la Sech, filial Concepción y fundador y director del Centro Cultural Fernando González-Urízar de Concepción, ciudad en la que reside desde 1976. Un poeta que se mueve en nuestra lengua con oficio y disciplina a toda prueba, abierto a los sentidos y el juego, que no ignora los hemistiquios del amor.

—¿Cuándo te diste cuenta de que eras poeta o lo serías a todo evento?

—Interesante pregunta porque hace referencia al hecho de que en algún momento uno toma conciencia sobre lo que está haciendo y lo que significa entonces ser poeta. Recuerdo a Rimbaud cuando afirma en su carta al profesor Izambard que él quiere ser poeta y que trabaja para hacerse vidente y habla también de “haber nacido poeta” y que se reconoció poeta. Tal vez la diferencia para cada uno de nosotros sea lo que ello implica. Para el poeta de Une saison en enfer fue perderlo todo en la apuesta. La poesía como apuesta es algo que me seduce también.

Desde este punto de vista, me reconocí poeta cuando comprendí que era lengua, palabra y que no podía salir de ella (Derrida dixit) y que con ella podía decir el mundo y dar una visión personal de él. Decir para hacer para decir, como diría Octavio Paz. Y luego ver lo escrito desde afuera, como hecho por otro y “nuevo o como no visto” u observado por primera vez (como bellamente escribe Gabriela Mistral en su poema “Pan”), porque realmente es así si es bueno y eso ya es una medida objetiva y concreta de que la obra es un hecho estético logrado. Y cuando digo estético hablo más bien de la etimología de la palabra que tiene que ver con la percepción por los sentidos y no únicamente con la belleza.

—Desde tu poemario “Pequeña celebración” a “Monedas/Miradas” del último tiempo, con una docena de libros, antologías, entre medio ¿Cuál es el arte poética que cruza tu búsqueda y encuentro con la poesía?

—En realidad, hasta la fecha son más de 20 libros individuales: poesía, cuentos, ensayo. Y me aventuro ahora en una obra de teatro.

La poesía es siempre una búsqueda por la ciudad de la imaginación, una erótica verbal y una poética corporal como dice Octavio Paz y es también ese “testimonio de los sentidos”. El poeta es el gran nombrador, el que ve las cosas casi por primera vez, como ya hemos dicho con Gabriela Mistral, y las bautiza para que sean y busca el juego de las analogías, de las correspondencias baudelerianas, el secreto misterio que nos hace vivir o la evidencia que, desnuda, muestra sus rostros. La obra como un cuerpo lleno de sentido, de “polvo enamorado” (me gusta más la palabra “ceniza”). Lo expresa mi “Arte poética” que, diciendo la palabra “cuerpo”, le otorga a este cinco significados distintos, siempre en erótica comunión. “Cuerpo” como “poema”, como “palabra ‘cuerpo’”, como “noche del sentido”, como “cuerpo del poeta” y como “lugar”, un “allí de la espera”: siempre esperamos algo o a alguien. También me seduce la poesía como espera. “Espero un cuerpo como quien espera algo/ que está a punto de suceder”, dice el comienzo de mi “Poema de la espera”. Y en otro texto, “Acto de amor”, aparece el cuerpo como “un acto de escritura”, como “una serie de signos/ que descifro/ con mis dedos cada día.” La poesía también como un acto social de amor y de entrega.

ARTE POÉTICA

Cuerpo el poema, cuerpo la palabra

cuerpo, cuerpo la noche del sentido

en que llegan a mi cuerpo sonidos

como por obra de un abracadabra.

Allí aguardas en espera que se abra

la puerta del vocablo que conmueva,

das caza a toda pieza que se mueva

y desechas aquella que no ladra.

Te empeñas en buscar la buena nueva

que anuncie de algún modo ese destello

que destape el oído de los sordos.

Te pasas sin dormir la noche entera

mientras pones tu sangre como sello

y bebes el poema sorbo a sorbo.

—En tu “cocina literaria” se escribe igual un poema, cuento o ensayo –parten del mismo escalofrío–. Y sobre todo ves grandes diferencias en ti cuando trabajas un libro de poemas o en otro género como cuento o novela?

—Me gusta mucho eso de “cocina literaria” porque me apasiona cocinar y pienso que es como escribir: una alquimia de y con los cinco sentidos. Ya sabemos que la separación de los géneros es más bien artificial, algo pedagógico. En mi caso, más que escalofrío, diría que ese temblor primero tiene que ver con una “temperatura psíquica” (Ortega y Gasset) y con esa “carne psíquica” (Luis Antonio de Villena), verdaderos oxímoron que me interpretan en esa “erótica verbal” y esa “poética corporal” de las cuales nos habla Octavio Paz, como ya dije, en su notable libro La llama doble.

Como somos palabra, lengua y no podemos salir de ella, como dice Derrida (Heidegger habla de la “morada del ser”), yo me siento bien, antes que en un género determinado, en la lengua misma. La lengua es un gran poema siempre en potencia. Y es evidente que la poesía puede estar en todas partes: en un cuadro, en una escultura, en una interpretación musical, en una danza, en una fotografía, en una mirada, en una actitud…

—Me gustaría que nos contaras de diez libros esenciales en tu educación sentimental?

—Nombrar es siempre dejar de nombrar, a veces voluntariamente, otras no. Entiendo que es la típica pregunta que genera sensaciones y reacciones. Así, a vuelo de pájaro, casi como una disposición léxica: El extranjero de Camus; El túnel de Sábato; La muerte en Venecia de Thomas Mann; La sinfonía pastoral de André Gide; Buenos días, tristeza de Francoise Sagan; Confesiones de una máscara de Mishima; todo Octavio Paz; todo Cortázar; todo Borges; todo Gonzalo Rojas; todo González-Urízar; Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar y Las flores del mal de Baudelaire y tantos otros.

—¿Cuál es tu libro favorito de poesía chilena?

—Tal vez alguna antología que traiga los mejores poemas de tantos notables poetas que tenemos. Ya sabemos la lista.

Venus en el pudridero de Eduardo Anguita es magnífico. El libro total de Gonzalo Rojas: su obra toda, así como también la obra de un gran poeta que hay que rescatar: Fernando González-Urízar.

—¿Cómo es tu relación con la obra nerudiana?

—Es fundamental, marcó mis primeras lecturas y mis primeros ejercicios poéticos. Escuchaba su voz en los viejos-nuevos vinilos durante horas en el living de mi casa, allí en Bueras 318, en mi Rancagua natal: los 20 poemas de amor y una canción desesperada y Alturas de Machu-Picchu. Y otro, que aún conservo, con los Veinte poemas cantados por Sonia La Única y recitados por Sergio Bustamante. La música y los arreglos son de Carlos Franzetti (editado y distribuido por Asfona). Todo esto en los años de iniciación literaria fue un estímulo evidente.

Contrariamente a lo que se suele decir, a mí me maravilla la forma de leer de Neruda. También la de Gabriela Mistral y para qué decir Gonzalo Rojas y González-Urízar. Debe ser un ejercicio de admiración y de cercanía: el timbre único y sello de la respiración que te toca como el temblor de una caricia, de una íntima historia.

Fundamentales Neruda, Gabriela Mistral, Óscar Castro y García Lorca en esos años de aprendizaje en solitario, con un intrataller a tientas (como decía Gonzalo Rojas). En esa época no había talleres literarios como ahora. Uno dialogaba directamente con la obra de los otros y los imitaba. Imitatio aristotélica antes que otra cosa, pero allí ya latía la semilla. Así considero Pequeña celebración, mi primer libro. Fue algo muy extraordinario para un adolescente encontrar todo eso que los poetas hacían con la lengua, el misterioso y maravilloso libre juego de sentidos, metáforas deslumbrantes, comparaciones inesperadas para decir el mundo.

Increíble leer a los 16 años, por ejemplo, Tango del viudo, Galope muerto, El fantasma del buque de carga, Ángela adónica, Caballero solo, Arte poética y adentrase también en el famoso libro Poesía y estilo de Pablo Neruda de Amado Alonso.

Mis profesores en el Instituto O’Higgins de los Hermanos Maristas de Rancagua eran de primera categoría: el Hermano Juan Cebrián, el Hermano Gregorio Pastor y otros profesores de castellano y de filosofía inculcaban en nosotros lo mejor de la literatura hispanoamericana y de la filosofía universal y con el ostinato rigore que también señala Gonzalo Rojas recordando a Leonardo: voluntad creadora, empeño, dedicación, trabajo. Hay un acto de amor y de entrega. En este sentido podríamos citar también los cuatro elementos básicos comunes en todas las formas de amor que señala Erich Fromm: cuidado, responsabilidad, respeto, conocimiento.

—¿Un libro que nunca terminaste de leer?

—Siempre termino los libros, incluso los malos.

—¿El peor error que puede cometer un poeta, a tu juicio?

—En realidad serían muchos, de orden social y de orden literario, ambos, por lo tanto, de orden poético y el inventario podría ser un poema:

No creerse poeta, siéndolo y lo contrario.

No distinguir las voces de los ecos.

No encontrar la rima en -ix (Mallarmé).

No saber copular con la imaginación misma.

No saber contar las sílabas, si la lengua se cuenta y se canta.

No distinguir asonancia de consonancia: no en la rima, sino en la imagen.

No saber hacer un soneto o solo hacerlo.

Creer que la poesía es únicamente rima.

Ignorar los hemistiquios del amor.

Aparecer en un billete de 50 lucas.

Y es que no tenemos talento (Gonzalo Rojas, dixit en su poema “Rimbaud”).

—¿Qué libros, discos de música, películas, series, arte, etc., fueron esenciales o descubriste a partir del estallido o pandemia?

—Siempre estoy revisitando todo, no puedo estar sin poesía, sin esa “poyesis” que genera la imaginación y que no es solo escribir poemas. Yo compraba vinilos a los 12 años con la mesada que me daba mi padre. Los elegía por la belleza o el misterio de las portadas, no sabía lo que había adentro hasta que llegaba a la casa y los escuchaba en la “discorola” Grundig que había en el living, en mi Rancagua natal (le llamábamos discorola a un mueble que tenía radio, tocadiscos y un espacio para guardar los vinilos, aunque en estricto rigor una discorola es un tocadiscos pequeño). Así conocí a Paganini, Wieniavsky, Vivaldi, Verdi, Bach, Tchaikowsky y la ópera.

Lo que descubrí a partir del estallido o la pandemia (que también ha sido un estallido) o se hizo más evidente, fueron aspectos relacionados más bien con las personas y, por consiguiente, con uno mismo. En el encierro obligado las relaciones humanas adquieren otra dimensión, otra intensidad, otro significado. A veces para mejor, a veces para peor. La pandemia se ha transformado en una inquietante pausa que ha abierto un espacio de acción, de reflexión y de reacción sobre nosotros mismos como seres humanos y sobre nuestra relación con el entorno que incluye desde el metro y medio de distancia que debemos mantener de nuestro prójimo en estos tiempos de emergencia hasta las misteriosas distancias planetarias. Pocas veces nos habíamos preguntado qué es y qué significa una distancia. Recuerdo que en mi época colegial nos hacían “tomar distancia” para formarnos, estirando los brazos hacia la espalda de nuestros compañeros o contando las baldosas del piso. Distancia implica separación, diferencia, incluso silencio, y un algo que media entre: un vacío. Y ese vacío es tan significativo en estos instantes, que debemos llenarlo tanto individual como colectivamente (el silencio puede ser grito y auxilio, llamada extrema). Incluso la distancia puede también ser signo de respeto. Qué palabra más connotativa cuando ese vacío a completar tiene nobleza y humanidad y tiene sentido en el nosotros. Y el estallido social involucra todo eso, un vacío con rabia: todo tiene su límite, ya que lo que estalla, revienta o sobreviene, sucede porque ha habido una acumulación de injusticias.

—Como cultivador del soneto ¿por qué te interesó? ¿Crees que hay una distancia con el verso libre?

—Bueno, el verso libre no existe, siempre estamos sometidos a la linealidad del significante, de la lengua, que es conteo, de su sintaxis, de su ritmo, de sus pausas, de su entonación, de su tempo, entre tantos otros asuntos. Hacemos el contraste solo en relación a las estructuras métricas clásicas como por ejemplo el soneto mismo en sus diferentes variantes, una décima, un haikú, una endecha. En la lengua todo cuenta y se cuenta (ya que todo es metalenguaje, iniciamos el juego, lo lúdico): sin considerar las reglas métricas y solo contando las sílabas fonológicas, podemos decir que “podemos” tiene 3, pero “dos” tiene 1 y “cuatro” tiene 2. Y “dos”, métricamente, tendría 2, porque es aguda y agrega una sílaba.

Creo haber logrado algunos y testimonio de ello es mi libro de sonetos Llamas de un mismo fuego (Ediciones Etcétera, 2011), el cual contiene 66 sonetos. En la “Palabra previa” que escribí para de este libro, digo: No sé cómo se me fue imponiendo, en los últimos meses, casi misteriosamente, la clásica forma del soneto. Para repetir un lugar común (aunque no sea del todo cierto): la prueba de fuego que debe sortear todo verdadero poeta.

Había yo ensayado en mi libro En tu hermosa materia (2005), dos poemas con esa estructura: “Arte poética” (para mí el más logrado y conocido, pero de cuya composición y circunstancia no guardo ninguna seña); y “El trayecto es lo que cuenta”. Y en mi libro Alacrán de la belleza (2008), aparecen “En tu ausencia tristemente me adentro”, “Fatum”, “Soneto a David Nebreda” y “Soneto de la belleza, oscura belleza”. Otros ejercicios no pasaron la prueba final y se perdieron entre muchos papeles. Sin embargo, la lectura plural y constante de esa “abstracción” que llamamos soneto, había tomado forma en nuestra mente, a través de múltiples lecturas, en un amplio repertorio de textos concretos: Petrarca, Quevedo, Góngora, Lope y Garcilaso, cómo no; el Marqués de Santillana y sus “sonetos fechos al itálico modo”; Ronsard, Baudelaire, Verlaine, Mallarmé, en nuestra siempre amada lengua francesa; García Lorca y sus famosos Sonetos del amor oscuro (que de oscuro solo tienen su brillante luminosidad); y los otros españoles de mis afectos: Luis Cernuda, Miguel Hernández (El rayo que no cesa), Juan Gil-Albert (Misteriosa presencia); Unamuno, Antonio y Manuel Machado, Blas de Otero, Juan Ramón Jiménez, por citar nombres que recuerdo mientras redacto estas líneas. En otras lenguas, los sonetos de Vinicius de Moraes, de Shakespeare, de Miguel Ángel y los Sonetos venecianos de August von Platen. Y entre los poetas chilenos, Miguel Arteche, Óscar Hahn, Enrique Lihn, Gabriela Mistral, Rosa Cruchaga, Carlos Ruiz Zaldívar y Alfonso Larrahona Kästen, por nombrar solo a algunos.

Pero, en los últimos meses, reitero, los sonetos me brotaban con increíble facilidad, como si hubiera una disposición anímica predeterminada a recibirlos y yo tuviera tan sólo que llevarlos al papel o más bien a la hoja virtual del notebook. Por supuesto que no siempre fue tan simple, a veces quedaba todo en suspenso y había que esperar a que los dioses se apiadaran de mí (los dioses, como decía el poeta Gonzalo Rojas, es lo que no sabemos, el misterio). Los sonetos se atienen, en general, a su estructura clásica, pero también operan con entera libertad de formas dentro de las muchas variantes que existen (recordemos, por ejemplo, los cien sonetos de amor de Neruda que no tienen rima) y hemos, incluso, aventurado alguna estructura diferente.

Luego (o casi simultáneamente), la estructura clásica fue abriendo su campo temático hacia otras esferas y existe en el libro un fuego cruzado entre lo amoroso y lo existencial-filosófico, incluso hay algo de humor, como en los sonetos del gato o del refrigerador que también aparecieron imponiéndome su presencia sin yo buscarlos conscientemente (pienso que lo del refrigerador es una reminiscencia entre Gonzalo Millán, González-Urízar y De Rokha y el gato tiene a Baudelaire muy presente, incluso a Poe).

El título de este libro, corresponde a una frase del poeta y académico Fernando González-Urízar (1922-2003), quien en el prólogo del libro de sonetos Navegante del viento (2001), de mi amigo Alfonso Larrahona Kästen, al hablar de las distintas posibilidades de esa forma clásica, termina diciendo que todas ellas son “llamas de un mismo fuego”. Un homenaje más, pues, al maestro inolvidable.

El fuego y las llamas como dobles metáforas: la de un impulso interior, una existencia, una pasión de vida, y la de una invención humana, literaria, una forma: el soneto. Y los hechos concretos y las acciones que esas metáforas provocan y comunican: vida vivida y padecida, “poesía práctica” (Eduardo Anguita), “poesía activa” (Gonzalo Rojas): el canto de acción de Rimbaud. Y las llamas son también, evidentemente, los sonetos mismos como seres vivos. La manera de titular los poemas se la debo a los poetas García Lorca y Vinicius de Moraes.

—Cómo se conjugan el poeta, escritor, profesor, traductor, crítico, editor, artista visual, ensayista y gestor cultural en el día a día?

—Se conjugan en todos los tiempos, lo cual implica vivir en poesía. Es el “canto de acción” del cual nos habló Rimbaud y lo que Eduardo Anguita llamó “poesía práctica” y Gonzalo Rojas, “poesía activa”.

—Desde 1976, resides en Concepción, ¿Cuál es tu mirada desde esos días a hoy de lo que ha sido escribir en esa ciudad?

—Es evidente que el contexto en el cual se instala el poeta es fundamental. Algo así como lo expresado por Ortega y Gasset: el ser humano y su circunstancia. Escribir en Concepción en esa época fue un aliciente y un estímulo, porque precisamente la circunstancia no podía ser la misma que en Rancagua. Ya el solo hecho, por ejemplo, de tener acceso a la biblioteca de la Universidad de Concepción marcaba una gran diferencia. Recordemos que no había internet. Suena extraño decirlo. Concepción tenía la impronta de una historia con los pioneros encuentros que pensó y organizó el poeta Gonzalo Rojas, fundador del Departamento de Español de la Universidad de Concepción.

Por suerte, en todo orden de cosas, siempre ha habido y habrá locos visionarios que estén por la invención y el deseo, por una apuesta mayor que entregue a la sociedad motivos y razones para descubrir y pensar la vida y sus múltiples sentidos de otro modo, desde la otra voz de la poesía que es, ante todo, creación, porque deseamos como en el poema de Huidobro “que el verso sea como una llave que abra mil puertas.” Uno de esos seres fue el poeta Gonzalo Rojas Pizarro (1916-2011), quien imaginó América como la casa y a Concepción (el de “los peñascos sucios de Orompello en castigo” y el del “espejo roto” de “Materia de testamento”), como un centro que podía irradiar, desde y con la Universidad de Concepción, “la belleza de pensar” (Anguita) y congregar en sus aulas a los más importantes pensadores, escritores, artistas y científicos de renombre mundial. Había que, como afirma Unamuno en su “Credo poético”, “pensar el sentimiento y sentir el pensamiento”, avivar el seso y despertarlo porque la vida merece ser vivida de ese “modo casi humano” del poema “Oscuridad hermosa”, en la plenitud de nuestra condición de mujeres y hombres libres y necesarios.

No hablaremos desde una nostalgia trasnochada, son ahora otros los tiempos, otros los protagonistas de la historia, pero la urgencia de un mundo mejor es siempre la misma y el activismo cultural de Gonzalo Rojas y los que estuvieron con él por generar ese mundo, constituye un ejemplo para mirarnos en el propio espejo de la memoria histórica y ver qué hemos hecho y en qué se ha convertido nuestro país.

En 1955, Gonzalo Rojas organizó y dirigió la “Primera Escuela de Verano” de la Universidad de Concepción, bajo la rectoría de D. Enrique Molina Garmendia. Desde un principio tuvo la idea de poner en práctica lo que hoy se conoce como vinculación con el medio, con la extensión universitaria (recordemos que la UdeC nació del seno mismo de la sociedad penquista). La Universidad y la ciudad se integrarían para reflexionar sobre los grandes problemas culturales de la época. Se trataba, entonces, de generar una relación directa entre los habitantes de la ciudad y su alma máter, de conectar “el pensamiento libre del espíritu” con el quehacer cotidiano y no ver a la universidad como una torre de marfil.

En 1958, el poeta de “La miseria del hombre” organizó y presidió el “Primer Encuentro Nacional de Escritores”, en el marco de la IV Escuela Internacional de Verano de la Universidad de Concepción, bajo la rectoría de D. David Stitchkin, rector que, como sabemos, fue también un verdadero artista y visionario que entendió perfectamente lo que pretendía el poeta Gonzalo Rojas y no podía sino sumarse al espíritu quijotesco de nuestro poeta.

Con este espíritu innovador y con la idea de sacudir un poco el polvo de las letras chilenas, convocó a escritores que, en su mayoría, pertenecían a las generaciones del 38 y del 50 y en julio hizo el mismo llamado desde su Chillán de Chile: “Pensé que era bueno, siempre con la necesidad de ventilar y más ventilar, retomar algunas claves fundamentales en nuestro Chile de siglo XIX. Pensé en la promoción del 42, pensé en Lastarria, Bilbao, Bello, Sarmiento, y se me ocurrió que era bueno no sólo ir a un diálogo del pensamiento poético literario total” (Zerán: 27). “Las faenas en que me empeñaba tenían una dimensión también poéticas. Y esas faenas respondían un poco a este proyecto mío constante, que es igualmente de otros: vivir como poeta, asumir la vida como poesía” (Jiménez, Giordano: 101).

Sabemos que Gonzalo Rojas no fue nunca un poeta del villorio, como él mismo decía, a pesar de sus evidentes raíces, sino más bien un poeta del mundo y siempre con esa idea visionaria, de ese más allá de la poesía, imaginó, organizó y presidió, en enero de 1960, en el marco de la “VI Escuela Internacional de Verano de la Universidad de Concepción”, el “Primer Encuentro de Escritores Americanos”, cuyos múltiples sentidos, ya a escala mundial, fueron: la rebelión hispanoamericana contra el superregionalismo; la validez de la función social de la expresión literaria; las relaciones entre literatura y vida en el proceso americano.

Por el Barrio Universitario y las calles de Concepción anduvieron, entre otros, Allen Ginsberg (1926-1997: poeta y una de las figuras más destacadas de la Generación Beat en la década de 1950); Laurence Ferlinghetti (1919: poeta y editor estadounidense, perteneciente a la generación beat); Margarita Aguirre (1925-2003: escritora y crítica chilena, amiga y primera biógrafa de Pablo Neruda); Enrique Anderson Imbert (1910-2000: escritor, ensayista, crítico literario y profesor universitario argentino); Jorge Zalamea (1905-1969: periodista, crítico de arte y escritor colombiano); Ernesto Sábato (1911-2011: escritor, ensayista, físico y pintor argentino); Joaquín Gutiérrez Mangel (1918-2000: escritor costarricense, creador del famoso personaje infantil Cocorí); Carlos Martínez Moreno (1917-1986: narrador, periodista y abogado uruguayo); Sebastián Salazar Bondy (1964-1964: poeta, crítico, narrador, periodista y dramaturgo peruano) y los chilenos Fernando Alegría (1918-2005: escritor, crítico literario, poeta y diplomático); Miguel Arteche (1926-2012: poeta, Premio Nacional de Literatura en 1996); Nicanor Parra (1914: poeta, matemático y físico cuya obra ha tenido una profunda influencia en la literatura hispanoamericana); Julio Barrenechea (1910-1979: poeta, escritor, diputado y diplomático, Premio Nacional de Literatura 1960); Luis Oyarzún (1920-1972:  escritor, poeta y profesor chileno, miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua) y Volodia Teitelboim (1916-2008:  abogado, político y escritor, Premio Nacional de Literatura 2002).

Y en n 1962, organizó y dirigió la “VIII Escuela Internacional de Verano de la Universidad de Concepción”. Este ha sido el contexto cultural que alimentó mi circunstancia. No puede haber escritura sin lectura: hay que leer la tradición.

—¿Quisiera preguntarte por tu visión o panorama de la poesía del Bío-Bío o Gran Concepción en la actualidad como un poeta que está en el centro de la actividad cultural? ¿Qué significa estar ligado a una zona tan rica y potente en poesía?

—Llegar desde Rancagua a Concepción, en 1976, a los 19 años, significó un gran cambio para mí desde el punto de vista cultural que es lo que siempre me ha entusiasmado. Encontrar el bello campus de la Universidad de Concepción, con esa escultura Homenaje a los Fundadores, del Premio Nacional de Arte, Samuel Román Rojas, rancagüino como yo, a quien conocí en mi época de estudiante cuando se deseaba que él hiciera un busto de Óscar Castro Zúñiga; encontrar una orquesta sinfónica, imagínate lo que eso significó para mí, toda vez que antes de estudiar francés a los 14, ya había comenzado a ensayar con un viejo violín que tenía mi abuelo paterno a quien nunca conocí. Aún conservo ese hermoso violín.

Desde mi llegada comencé a integrarme a cuanta actividad o iniciativa artístico-cultural hubiera. Concepción tiene una historia muy rica desde todo punto de vista como te he comentado en la pregunta anterior. Y todo esto constituyó un aliciente para mí.

Varias antologías dan cuenta del interesante y productivo panorama de la poesía escrita en Concepción y la zona. Desde Treinta años de poesía en Concepción, Revista Atenea en 1975, realizada por Jaime Giordano y Luis Antonio Faúndez, pasando por la mítica Las plumas del colibrí (15 años de poesía en Concepción), de María Nieves Alonso, Juan Carlos Mestre, Gilberto Triviños y Mario Rodríguez (Cesoc, 1989). También tenemos los libros: Ecos del silencio (1998), de Patricio Novoa y Gabriel Aedo y 1999: Concepción (1999), de Patricio Novoa y Jorge Ojeda; la Antología Sub 30 (2008), de Alexis Figueroa. Y el importante y panorámico ensayo de Jaime Giordano: Poetas penquistas. Poesía en Concepción y la Región del Bío-Bío (Cuadernos del Bío-Bío, Universidad del Bío-Bío, Taller de Cultura Regional, Chillán, 2011).

—Miembro Correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua por Concepción ¿Qué significa en lo personal esa membresía y cómo ves dentro de esa institución la labor amplificadora del aporte de la disciplina intelectual poética?

 —Significa un alto honor porque te eligen tus pares o aquellos que consideras como maestros. Y tú no postulas, todo lo contrario, te preguntan si aceptas. La Academia ya no es un reducto cerrado ni un ente impositivo, más bien sugiere, propone desde la inteligencia del que sabe, del que ha estudiado. Aquel lema clásico de la RAE: “Limpia, fija y da esplendor”, creado en 1715, nos parece a estas alturas algo dogmático y poco amable, toda vez que la lengua está en continuo cambio como objeto histórico y dinámico. Es ella, es decir, el uso y la costumbre, la que nos impone finalmente su autoridad. Como decía Andrés Bello, no hay otra autoridad que la lengua misma y la Academia observa, describe tendencias y recomienda. Como bien afirma el destacado lingüista y Director Honorario de la Academia Chilena de la Lengua, Alfredo Matus Olivier, las academias son una suerte de notarías, de observatorios del uso. Sin embargo, y para no ser tan ingratos con ese viejo lema académico, podemos decir que “limpiar” implica preocupación, respeto; “fijar”, establecer lo más adecuado y razonable, “le bon usage”, como diría Maurice Grevisse para la lengua francesa. Y “dar esplendor” sería el corolario de lo que la lengua entrega en su honda nobleza y capacidad creativa.

En la Academia integro la comisión de literatura. En estos momentos trabajo en una antología de poetas de la Academia, la segunda que se hará. La Academia tiene, además, dentro de sus premios, un galardón al mejor libro publicado.

—¿Por qué crees que es importante no perder de vista la vida y sobre todo la obra del poeta Fernando González-Urízar? ¿Cuál es tu poema favorito de él tras construir varias muestras de su poesía? Si mal no recuerdo, tu primer libro, una antología, venía con prólogo del poeta? ¿Lo conociste en vida?

—Lo primero que me gustaría contarte es que este 2022 el poeta hubiera cumplido 100 años, así es que como Centro Cultural Fernando González-Urízar, estamos celebrando su centenario con actividades en Bulnes, su ciudad natal, y acá en Concepción y la región. Hemos instituido un premio único de un millón quinientos mil pesos, a nivel nacional, el cual lleva su nombre y es para libros editados.

Es importante considerar su obra porque es un gran poeta que tiene lenguaje y visión de mundo, porque conoce a fondo y ama la lengua en la cual escribe (y eso se nota), porque la inteligencia de su imaginación se plasma en bellísimas e inéditas imágenes y metáforas; porque en su escritura subyace todo un pensamiento filosófico; porque existe una comunión entre su vida y su obra (una poesía muy “situada”, en términos de Enrique Lihn); porque, como afirmó Luis Sánchez Latorre: “Para mí, González-Urízar, a quien tuve ocasión de conocer a fondo en los días más oscuros de nuestra existencia civil, cuando ocupó la vicepresidencia de la Sociedad de Escritores de Chile (SECH), no sólo fue un poeta digno de tal nombre, sino un valeroso cruzado de las libertades públicas.”

Pablo Neruda, al prologar su libro Las nubes y los años (1960), escribe: “Pocas veces he conocido tan ceñido amante de la poesía como este Fernando González-Urízar, de tan antigua y palpitante rosa. Y en su honor y esplendor ha desgranado estos collares, taciturnas, desgarradoras guirnaldas, ha versado y tergiversado razones y encantamientos, ha dispuesto de extremas unciones y atardeceres ensimismados para cantar, cantar como el Hombre manda”.

En su Discurso de Incorporación como miembro de número a la Academia Chilena de la Lengua, González-Urízar afirmó:

“Porque llevo tres patrias en mi corazón: Chile, mi infancia y la lengua  en  cuyo  río  sagrado  nací,  cuya  rosa  roja entenebrece mi sangre, cuya quemadura de nieve triza mis sienes, en cuyo seno de plumas memoriosas espero morir”; “…quiero ante todo manifestar gratitud y amor a los que hicieron la lengua resplandeciente que me cupo en suerte hablar…”; “…todos los poetas del idioma en que pienso y callo, forjaron esta espada, este incienso, esta copa de miel, esta lengua vehemente, apasionada, noble purísima, que se me dio por el simple hecho de nacer en su seno.”

Y porque hay que ir al recate de aquellos que por su naturaleza no metieron boche ni hicieron ruido: simplemente escribieron. ¡Qué extraño suena este “simplemente” en esta sociedad mercantilista! El tiempo de la crítica no es el mismo que el de la creación, hay un desfase. Entonces debemos hacer justicia con tantos y reparar esa avería que significó, por ejemplo, que no recibiera el Premio Nacional de Literatura. Es una apuesta también para el crítico.

 Yo lo conocí en 1975, a los 18 años, en la presentación en Santiago de su premiado libro Nudo ciego. Luego prologó un libro colectivo, como bien señalas, pero sin conocernos, y después mi primer libro individual, ya habiendo iniciado una amistad que se prolongaría hasta su muerte en 2003.

Lamentablemente no alcanzó a ver publicado un ensayo monumental de más de 800 páginas que le dediqué y en el cual él estaba muy entusiasmado: FERNANDO GONZÁLEZ-URÍZAR: UN CLÁSICO CONTEMPORÁNEO. Vida, obra y antología temática [ensayo literario], 2 tomos, Ediciones Etcétera, Concepción, Chile, 2009. ISBN Obra completa: 978-956-7821-42-6, ISBN Tomo I: 978-956-7821-43-3, ISBN Tomo II: 978-956-7821-44-0, 782 páginas. Prólogo de Ernesto Lívacic Gazzano, Premio Nacional de Ciencias de la Educación. Lo que sí conoció fue el Taller Literario Fernando González-Urízar que fundé en 1982, como un homenaje en vida al poeta. Hoy es un Centro Cultural a partir de 2008.

En “Primer ceremonial” (Ediciones Bolt, Santiago), ese incipiente libro colectivo de 1976, termina el prólogo diciendo: “Estas son las cuatro voces que se empeñan en dar razón y testimonio de sus vidas, de sus sueños y anhelos. Todas ellas distintas y semejantes, una de otra. Oscilando entre la pura carnalidad y el vago sopor de la niebla. María Elena Gutiérrez, Tulio Mendoza, Juan Otaíza y Ricardo Torres, ensayando sus plumas en el vuelo, sus manos en el hondo tañer. El tiempo lo dirá: quién persevera, quién ahonda, quién se quema las sienes y el corazón en esta tarea resplandeciente, la más hermosa y desolada de todas. Ojalá sean los cuatro. Porque esta sed que yo siento no la cambio por cosa alguna.”

Su libro Nudo ciego es un bello y logrado poemario sobre el erotismo y el amor, es una obra fundamental dentro de la escritura de nuestro poeta. En él están las claves, no solo de ese lirismo tan sugerente, inteligente y emotivo que conocen y reconocen sus lectores, (“poesía fina, honda, deslumbrante”, dirá Carlos René Correa), sino que esa cuerda mayor suya, la del erotismo y el amor, que lo sitúa entre los mayores poetas que han plasmado el hondón del eros, como Octavio Paz y Gonzalo Rojas.

Me preguntas por alguno de sus poemas. Son muchos, algunos ya clásicos como “Teresa Eva María Rafinska”, “Ahora eres el mar”, “¡Chillán, Chillán, tan lejos!”, “Francisca Urízar”, “Aquí yace la muerte”, “¿Qué somos, Dios, qué somos” y tantos otros. Te dejo una muestra en la que aparece ese rotundo alejandrino con sus hemistiquios en clave oxímoron y que podría dar para toda una reflexión filosófica y que resume la condición humana desde una perspectiva existencialista: podredumbre feliz, belleza desdichada.

QUÉ SOMOS, DIOS, QUÉ SOMOS

Qué somos, Dios, qué somos sino polvo y silencio,

nubes de ciegos pájaros en busca del verano,

ríos que solitarios se pierden en la muerte,

podredumbre feliz, belleza desdichada.

Qué somos sino anillos de tu ancestro invisible,

torpeza en desmesura y volutas de gracia,

párpados de unos ojos que vieron tu relámpago

surgir de la profunda materia ensimismada.

Qué somos sino pasto de ruinas, humo, rosas,

hojas que se desprenden ya secas de tu rama,

ardientes candelabros de la noche secreta,

piedras que ruedan, caen cantando hacia la nada.

Qué somos sino espumas de un mar impredecible,

sonidos de tu viento, semillas de tus astros,

destellos de la gema radiante de tu sello,

fina arena mortal vaciándose anhelante.

Qué somos, Dios, qué somos sino formas de un sueño,

nostalgia de unas horas, soledad angustiada,

pasión de ser eternos como en el paraíso

y cenizas y duelos y sombras y palabras.

—¿Con muchos reconocimientos y premios por tu obra poética y también cómo jurado en otros tantos en tu carrera literaria? Cómo ves su aporte y qué aconsejas a alguien que decide enviar su manuscrito a alguno?

—En otra entrevista señalé, casi en serio, casi en broma, casi como una advertencia, que los reconocimientos y que los premios son algo para los demás, para que sepan lo bien que va uno. Es decir, forman parte de un inventario exterior que poco tiene que ver con la escritura en sí misma, son más bien una formalidad social, una institución. Que sirven, que ayudan, que entusiasman, que son un aliciente, qué duda cabe, sobre todo si son premios importantes con destacados jurados.

Uno no escribe para andar haciendo aportes. ¿Por qué y para qué y para quién escribe uno? Para ese lector implícito-ideal que genera la propia escritura y que aguarda a otro lector para que sus sentidos se encuentren (se destaca que son los sentidos). Por eso podemos leer al comienzo de un bello poema de Roque Esteban Scarpa (“Leerán algún día”):

Escribo para alguien que me espera.

No sabe que me espera. Cualquier día

encontrará la palabra quieta con su ansia

y le dirá mi sentido a su sentido.

Es decir primero para uno mismo y para todos aquellos que pueden leer el más allá de ciertos textos. Como lector privilegiado de lo que escribo, ya que soy el primero que lee y cree conocer ciertas claves interiores, siento luego el poema abandonado, en el sentido de Valéry o de Borges. Abandonado para que alguien lo encuentre y lo complete con su lectura; abandonado porque puedo rehacerlo o reescribirlo.

Nos parece que el principal aporte, desde un punto de vista formal o lingüístico, es el postular y desarrollar una línea poética casi no explorada en la poesía chilena (la esteticista, culturalista, narrativa y casi coloquial), cuyo mérito es el de establecer un nexo inédito, un diálogo fresco, entre la poesía chilena y la actual poesía española (prácticamente desconocida en nuestro país), es decir aquella que surge con la generación de los años 70 o “novísimos”, especialmente Luis Antonio de Villena, pero que también retoma a poetas anteriores de extraordinario interés, como Luis Cernuda y Jaime Gil de Biedma. Antes, solo los poetas Miguel Arteche y Oscar Hahn, habían establecido un diálogo más evidente con la poesía española, pero fundamentalmente con la clásica del Siglo de Oro y con la llamada Generación del 27. Comparto con el poeta Javier Bello esta productiva relación con la poesía española contemporánea que se la debemos al poeta y artista visual, Juan Carlos Mestre, quien residió en Concepción por espacio de 5 años en la década de los ochenta.

En relación al envío de algún texto a algún concurso, siempre valoramos las propuestas que implican un manejo creativo con la lengua y la emotiva inteligencia para expresar las diferentes temáticas.

—¿A qué temes?

—Al dolor, al sufrimiento. Te contesto, además, con un poema que le dediqué hace muchos años a Gonzalo Rojas y que lleva un título en francés: “La fuite” (“La fuga”). El poema que encabeza Tala de Gabriela Mistral también se llama “La fuga”, pero mi fuga tiene otro sentido.

LA FUITE

al poeta Gonzalo Rojas

Temo no temer

a la fuga interminable,

esa de no yacer en parte alguna

y no ser quieto y no estar vidrio:

siempre en vuelo,

casi fuera de mí mismo

como un espejo que se mira

infinitamente

en otro espejo

y descubre el movimiento,

la serpiente de Heráclito

que ondea hacia adentro

porque todo lo soñado

es agua nueva:

nunca un tigre cae cae dos veces

sobre una misma misma presa.

 —¿Cuál es tu “Moby Dick” en lo personal, literariamente hablando?

 —Esa ballena es una obsesión, una “perturbación anímica producida por una idea fija o recurrente que condiciona una determinada actitud”, como señala el Diccionario de la Lengua Española (DLE). Lo es para el Capitán Ahab, pero a él lo guía una obsesión negativa: la venganza.

Como para mí la escritura es placer, mis obsesiones serían más bien positivas: la belleza, los cuerpos, el verano, la juventud, el temblor humano, la perfección o la belleza de la fealdad, el mismo acto de escribir.

La vida misma se va llenando de páginas, uno es semilla por vocación, invención y deseo, tiempo vivido en plenitud creativa. Pronto se descubre árbol y a veces bosque. Se diría que el currículum es para los demás, hasta la palabra es fea, es solo un inventario, un esquema, una superficie. Lo otro va por un carril distinto, es la otra voz, tiempo hacia abajo o hacia arriba que tuerce la línea horizontal y la transforma: allí la poesía no puede ser peso o sí, lo es en el sentido de la rosa de Borges que es “peso y fragancia”. Osea necesitamos algo que nos la haga evidente, una luminosa experiencia que hace más habitable el mundo, que “supera la avería de lo cotidiano”, como dijo Jorge Teillier, o que sirve para completar esos espacios no tasables de la felicidad, como afirmo yo mismo, y que da un sentido a nuestro ser escindido de la naturaleza, “separado”, como afirma Erich Fromm en su libro “El arte de amar”.

Hay una esfera que podríamos llamar sagrada de la palabra y de su formulación. Inmanencia y trascendencia, una esencialidad. Creo que algo de esto hay en mi poesía, el carácter sagrado del erotismo como una pulsión creadora, dadora de vida y una escritura que se produce casi siempre en el instante mismo del proceso creador, sin una posterior intervención. El poeta Humberto Díaz-Casanueva afirma algo que me sucede con mucha frecuencia: “Todo se inicia en un estado de ánimo que se va expandiendo en asociaciones»”. Poesía: invención y deseo; lenguaje y visión de mundo. Y la palabra inspiración, tan venida a menos, opera plenamente en mí como el instante propicio y preciso a la aparición de imágenes y no a un romanticismo trasnochado.

La huella primera es la fundamental: todos los poetas nos han enseñado a tomar conciencia de la lengua, la materia prima con la cual trabaja el poeta (esta idea del oficio, de trabajar o elaborar o estructurar incluye, evidentemente, aquella del poema que se hace solo, por así decirlo, que sale ya terminado). Y mucho antes de ese otro antes: mi madre Estela cantándome al oído canciones del flamenco español para hacerme dormir. Esa línea melódica significativa ya comenzaba a operar allí la magia de la poesía. Me lo confirman, a su modo, las experiencias de infancia de Octavio Paz y de José Saramago.

Los poetas que han marcado mi escritura poética son, entre tantos, Octavio Paz, Gonzalo Rojas, Borges, Fernando González-Urízar y Miguel Arteche y los poetas españoles de la Generación del 27 y los contemporáneos, particularmente, Luis Antonio de Villena, Juan Carlos Mestre, Ana Rossetti, Blanca Andreu e Isla Correyero. Pero también la música, las artes visuales, el cine, la cultura toda, no como saber enciclopédico, sino como una manifestación del erotismo, y la sensualidad de las tierras de mis abuelos maternos Rachel Baharlía Salario y Alberto Belio Levy, nacidos en Esmirna (Turquía) y Orán (Argelia), respectivamente.

—Para terminar, ¿Qué poema tuyo leerías hoy en una sala de clases?

 —Como siempre una pregunta encierra y genera otras preguntas y no solo respuestas. Si te diera un nombre, inmediatamente me preguntaría el porqué, lo cual incide en mi respuesta. Por otra parte, si te doy el nombre de un poema concreto, me preguntaría qué saco con darlo si lo más seguro es que no lo conozcas, lo cual te llevaría tal vez a buscarlo y a entender por qué lo he seleccionado. Además, elegir es siempre dejar de elegir, como afirmé en la cuarta pregunta. Por otra parte, ese “hoy” y esa “sala de clases”, suenan tan actuales que uno podría interpretar la pregunta como un mensaje político-social-pédagógico.

Leería mi poema “Arte poética”, un soneto, pero como ya te lo di a conocer en la segunda pregunta, te entrego este otro poema:

PRESENCIA AMADA*

“Con sólo verte una vez te otorgué un nombre,

para ti levanté una bella historia humana.”**

           Luis Antonio de Villena

No puedo decir tu nombre

si no digo tu nombre

y apenas digo la palabra que te nombra

sucede en realidad el mundo:

estás aquí, puedo olerte, eres presencia,

ocupas un lugar, transcurres,

dices: “Hoy es sábado, nos vemos a las nueve.”

Hablas, articulas mi nombre

y apenas dices la palabra que me nombra

existo, soy cuerpo, sexo, noche,

escribo este poema,

una pequeña historia humana para ti

que siempre te adelantas a los dioses.

*Paz, Octavio. Conjunciones y disyunciones, Cuadernos de Joaquín Mortiz, México, 1969, pp. 142-143.

**Del poema “Labios bellos, ámbar suave”.

Por Ernesto González Barnert

Fundación Pablo Neruda

   

Comparte esta página